El apuro que traía Jesús

    Ahora que lo cuenta, después de conocer el desenlace en la macrovisión, casi se escucha que traga saliva.

    Lo que sí es que se raspa la garganta, o como un tic nervioso o por ansiedad.

    Dice que tomó el vehículo porque el dueño tuvo que irse con el Gobernador, y su trabajo como escolta, ya con varios años de servicio, le obligaba a no poner resistencia, aún y que eso implicaba salir desde la Casa de Gobierno, ya por la madrugada.

    Tomó un auto que en su momento se consideraba de lujo, un 300; perdió tiempo porque las nuevas llaves ya traían encendido por botón y a él no le había tocado ninguno.

    Jesús bromeó: o la llave se me cayó o me la dieron incompleta, quebrada.

    Subió, cerró la puerta y encendió el vehículo con el botón.

    Grrrruuuummmm. Rugió.

    La confusión por el modelo de la llave provocó que el convoy donde iba la Suburban que tenía que seguir, con el Gobernador, y sus acompañantes, se adelantó tanto que se le habían perdido.

    Rrrruuuummmm. Arrancó Jesús, cruzó la Obregón casi sin voltear y tomó la Río Elota a toda velocidad hacia el poniente.

    La adrenalina le cayó bien por unas calles, pero luego se le bajó, como si una sábana helada le cubriera el cuerpo desde el cuello hasta la planta de los pies. ¿Es contra mí?

    Una camioneta RAM, de doble cabina, venía a toda velocidad en la misma dirección que él.

    Con la frente y cabeza caliente, Jesús se reconcentró, maniobró, imprimió velocidad; frenó, clutch y acelerador en cada calle en que se veía obligado a hacer el alto total y se hizo el temerario en un par para poner más distancia de por medio entre el 300 que conducía y la RAM de color oscuro, con faros.

    Llegó a la Bravo, creeeeeeecchhhh, hicieron las llantas. 90 grados a la derecha y a toda velocidad al norte. Rojo, alto. Jesús mira el retrovisor y suda frío porque la RAM sigue ahí, apenas unos tres o cuatro autos atrás suyo.

    Avanzan las culebras de poniente a oriente, luego de oriente a poniente. La otra se parte de norte a sur y dando vuelta a la derecha.

    Verde, cláxon, se apagan los stops del de enfrente y Jesús suelta el clutch y acelera. Rebasa por izquierda y muerde el carril contrario.

    Suena el celular.

    “¿Dónde vienes?”, suena que alguien dice en el celular.

    “Cruzando el Zapata”, responde.

    “Vamos al Malecón, da vuelta al Congreso”, le recalcan.

    Ese último semáforo que pasó estaba en ámbar, casi en rojo. La RAM debe venir muy atrás, pensó.

    Pero el retrovisor parece escupirle la cara con el reflejo: la RAM viene muy cerca, a tres autos. Rebasa uno más, a dos. Pareciera que con cada acelerón da un brinco hacia adelante, como un perro ladrando que se acerca cada vez más, amenazando con morder.

    “Sí, parece que sí es para mí”, se dio por vencido Jesús.

    “Me van a chingar”, pensó. “Quieren el carro”.

    Brrrrrruuuuuum, aceleró Jesús envalentonado.

    “Me la van a pelar”.

    Cruzó el Leyva Solano con la suerte de estar en verde y jura que por momentos el 300 se despegó del pavimento.

    Ámbar, amonestó el semáforo de la Carrasco y Jesús se cambió al extremo izquierdo.

    ámbar, rojo, le guiñó el de la Juárez y se recargó en el carril de la derecha para alcanzar a reaccionar.

    El retrovisor parecía traer dibujada a la RAM.

    Chingadamadre, renegó.

    Pasó la Hidalgo e ignoró los de la Ángel Flores y la Rafael Buelna.

    Llegó al Malecón y esperó el verde, obligado. La RAM seguía cerca.

    A como pudo, Jesús se colocó de nuevo al frente de las decenas de autos en ese sábado por la noche de 2009.

    Como si jugara carreras, avanzó en zig zag, y recorrió rápidamente el libramiento de oriente a poniente, el Congreso, el Cinépolis hasta llegar al Tec de Monterrey. El convoy se había metido a la izquierda, al Country Álamos.

    El Gobernador Jesús Aguilar Padilla había pasado una tertulia con su amigo y colaborador, Antonio Ibarra Salgado, entonces Secretario de Turismo, y decidió llevarlo en la Suburban.

    Por eso entraron a la privada. Y por eso Jesús traía el 300, el vehículo del Secretario.

    Esperó un par de minutos y cambió la flecha; Jesús avanzó ya sin preocupaciones e ingresó al complejo.

    Se reunió con sus compañeros afuera de la casa del Secretario y saludó. Entre risas, Jesús estaba por compartirles la anécdota, cuando vio dar vuelta en la esquina la camioneta RAM que lo seguía.

    Tragó saliva.

    “Plebes, estos me venían siguiendo”, les dijo apurado.

    “Se me hace que me quieren quitar el carro”.

    Jesús y sus compañeros, todos escoltas, armados, se pusieron en guardia, de lado, llevándose la mano derecha hacia la parte trasera, donde llevaban las pistolas fajadas.

    La camioneta fue estacionada a unos metros de donde estaban. Sin aspavientos, bajó un varón, de mediana estatura entre la oscura sombra de los árboles bajo las lámparas de vapor de sodio, de luz amarilla.

    “¿Eh, compa?”, le gritó a Jesús, con una enorme sonrisa.

    “¿Qué buena carrerita nos echamos, no?”.

    Jesús respiró. El vato de la RAM era amigo de Ibarra Salgado y también estaba en la reunión en la Casa de Gobierno.

    Ibarra Salgado, a quien Aguilar Padilla le creó la Secretaría de Turismo, fue asesinado a balazos junto a su escolta un par de meses después.

    El Güero había desayunado en un restaurante del hotel ubicado en el extremo norte del puente de la Avenida Álvaro Obregón y fue atacado cuando salió.