El populismo es vulnerable. Que se impongan liderazgos populistas en algunos ciclos electorales no significa que sean capaces de imponer permanentemente su dominio. Como cualquier otra fuerza política en democracia, están expuestos a los vaivenes de la opinión pública, a los reveses de las instituciones y a las deficiencias propias de su estilo. El politólogo Kurt Weyland, profesor de la Universidad de Texas, ha publicado recientemente un trabajo académico sobre las debilidades del populismo. (”How Populism Dies,“ Political Science Quarterly, diciembre 2021). Weyland toma en serio el desafío de una concepción política que rechaza la negociación, que desprecia las instituciones y se asume como la encarnación del Pueblo. Pero, al tiempo que reconoce la amenaza populista, también advierte su debilidad.
El personalismo es, por su propia naturaleza, frágil. Suele fomentar un estilo de gobierno que concentra la atención y el poder en un personaje iluminado y por ello mismo desprecia el consejo del experto y la advertencia del prudente. La épica populista se desgasta y, tarde o temprano, es necesario rendir cuentas de los efectos de la política y no tan solo de sus intenciones.
Boris Johnson, uno de los líderes populistas más pintorescos de los últimos años ha caído. Hace unos días, el escándalo más reciente colmó la paciencia de los conservadores. ¿Fue la acumulación de la mentira o el peso de la incompetencia lo que provocó su caída? Quienes se han asomado a su trayectoria pública advierten el largo hilo de engaños. Mentiras como periodista, mentiras como editor, mentiras como alcalde, mentiras como parlamentario, mentiras como promotor de Brexit, mentiras como Primer Ministro.
En su carrera puede verse un deleite infantil en el destrozo. En una entrevista, Boris Johnson recordaba su labor como periodista en Bruselas. El corresponsal se deleitaba con las citas que inventaba y las mentiras que difundía para condimentar sus reportajes. Sus crónicas eran sabrosas, a veces incendiarias. No perdían el tiempo con rigores periodísticos. Lo que a Johnson le maravillaba era detectar el efecto de sus envíos. “Sentía que todo lo que escribía desde Bruselas era como lanzar piedras sobre el muro del jardín y escuchar el estrépito en el invernadero inglés. Todo lo que escribía desde Bruselas tenía un asombroso, explosivo impacto en el Partido Conservador y eso realmente me daba algo que supongo que era una rara sensación de poder”. El reportero lanzaba piedras y escuchaba cómo se rompía la vajilla. Boris Johnson c onoció el poder al escuchar los destrozos que causaban sus pedradas. No es mala síntesis del poder populista: la satisfacción de destruir.
Es Fintan O’Toole, el reconocido periodista irlandés, quien recuerda esta cita de Johnson en un artículo reciente publicado en The Guardian. Johnson no fue solamente un político secuestrado por sus propias mentiras, fue, sobre todo un político incompetente. El desparpajo de su cinismo pudo haber sido entretenido durante algún tiempo; su demagogia pudo haber resultado preferible a la inclemencia de los técnicos. Pero no se puede mentir todo el tiempo, ni puede ocultarse todo el tiempo el desastre que se provoca. Tan incompetente fue Johnson, dice O’Toole, que no pudo conservar su puesto a pesar de tener una mayoría parlamentaria descomunal y un gabinete servil compuesto por personajes dispuestos a la autohumillación. A la mentira se agregó el desastre. “Johnson convirtió a una de las grandes democracias históricas en un Estado en el que su propio cinismo, imprudencia y falta de decoro, se convirtieron en política oficial.”
Lo que le llama la atención al crítico es el contraste entre la frivolidad del personaje y su impacto histórico. Nadie ha sido tan fatuo y tan relevante, tan frívolo y tan determinante. La caída de Johnson muestra los límites de la postverdad. Una campaña exitosa puede montarse en la fantasía, pero un gobierno no puede sostenerse dándole la espalda a la verdad. La realidad es más terca que la demagogia.
Boris Johnson no creyó en nada. No fue un neoliberal ni un proteccionista. No deja un proyecto pero sí un estilo. Esa “rara sensación de poder” que radica, simplemente, en el placer de destruir.