El pasado viernes 21 de marzo fue el Día Internacional de la Poesía. Una cosa pequeña y alada, decía Platón, haciendo poesía al tratar de definirla. Una cosa que en apariencia no sirve para nada pero que nos hace mucha falta.
Hay una preocupante invasión de poemas falsos de Pablo Neruda, William Shakespeare y hasta de Paulo Coelho en las redes sociales... algunos increíblemente cursis, otros chantajistas y muy planos en su mensaje.
Ojo, no descalifico los mensajes de optimismo, superación o bienaventuranza. Simplemente deploramos la impostura y el uso de un lenguaje poco original, aunque venga arrebolado de vibras positivas que a no pocos mandan con la finta electrónica.
Monsiváis establecía que “lo cursi era todo lo exquisitamente fallido”.
Tanto en Facebook, Twitter y las conversaciones frontales hemos visto la proliferación de ese material apócrifo que inunda con eficacia de un virus los más inesperados espacios del diálogo.
Cualquiera que conozca la poesía y el lenguaje de Neruda o Shakespeare se daría cuenta de que las palabras a las que acuden estos textos no son parte del léxico común del profeta de América Latina o del Bardo de Strattford-On-Avon.
Desde hace rato la masificada sociedad que tiene internet comparte contenidos previamente masticados a todo un globalizado entorno que no se detiene ante la menor reflexión. Decimos “masticados” porque ni siquiera están bien digeridos.
Notas y fotos falsas que todo mundo postea sin pensar nos invaden. Algunas son un auténtico llamado al odio, a la intolerancia o la simple estupidez y, tristemente, las cuelgan personas que defienden causas tan respetables como el estado laico, la ecología o su simple simpatía política. Y sobra quien etiquete una frase de Gandhi o Tolstoi que nunca dijeron, incluso hasta con conceptos que entonces no existían: no se vale traducir “positivismo” como “optimismo”.
Hoy cunde una continua lapidación a Pablo Neruda, a quien acusan de haber abandonado a su hija Malva Marina en Europa, pero el asunto es más complejo.
El origen de esa campaña no está en el polo del feminismo: yace y bulle en la derecha chilena deseosa de desacreditar a Neruda, quien fuese destacado militante de la izquierda internacional.
El problema va más allá de la invasión de contenidos falsos o malintencionados. La manera en que la red cambia el modo de pensar y el método para procesar las ideas hace creer a todos que la verdad está ahí y no existe otra.
Y como generalmente la gente que sube contenidos es de nuestro mismo grupo social o es intelectualmente afín, el círculo vicioso de la complacencia se vuelve una espiral de negación. Lo que “posteamos” nosotros y nuestros amigos es la justa verdad y no hay más.
Los únicos que se atreven a disentir con las ideas ecuménicas son los “trolls”, esas personas sin vida social que se la pasan pegados a una pantalla, molestando a los navegantes con opiniones agresivas, hechas con el plan de sentirse todopoderosos.
A pesar de las previsiones, internet cambia y nos cambia: uno se vuelve más descuidado para leer o terminar los libros. La distracción ya es ineludible. No tener internet y no pertenecer a una red social es tan triste como estar joven en los años 60 y no ser hippie.
El problema radica en que la herramienta de la información nos vuelve desidiosos y poco reflexivos. Muchas personas ya no quieren leer un libro que esté más grueso que un CD. Me recuerdan a quienes hace 30 años decían que no les gustaba el cine en inglés porque se cansaban de leer los subtítulos.
Antes, unos cuantos pensadores cambiaban el mundo sentados desde un escritorio. Hoy, todo mundo cree que puede hacer lo mismo sin pensar mucho, sin analizar aquello que comparten en su Facebook, TikTok, Twitter, Equis , Y Griega y Zeta.
Hay temporadas en las que la web se vuelve tan monotemática y tan fiel reflejo de la realidad mexicana, que valdría mejor encenderse con un buen libro. Pero hay un saber usarla. Es una caja de cerillos: peligroso es darle demasiada importancia, pero más peligroso es ignorarla.