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El verdadero maestro no es solo un bastión, sino un rompeolas ante la marea humana de sus alumnos jóvenes: turbamulta de sueños vivos, jauría de hormonas buscando dónde afianzarse, un torbellino exacerbado gracias al genocidio de las redes sociales.
Aquí el profesor es el guía que trata de domeñar sus ansias de rebeldía. Todo a base de paciencia, firmeza, amor y pantalones.
Yo me siento impostor cuando me llaman maestro, aunque a lo largo de mi sobrevivencia me he dedicado de diferentes formas a la enseñanza y por variados momentos.
Más bien he sido instructor, tallerista o profesor en diplomados, pero nunca había estado más de dos semestres seguidos en una escuela, tal como hacen los auténticos profesionales y apóstoles del aula. Para ellos es la carga más pasada y casi siempre reconocida a destiempo.
Fui alfabetizador a los 14 años, en una modalidad de clases dadas por una radionovela y a partir de ahí, entré a la farándula de la vida cultural mazatleca. El sociólogo Leo Díaz fue mi primer jefe en el INEA. Mis alumnos eran adultos de colonias emergentes, entre ellas la Francisco Villa y luego en Venustiano Carranza.
Ahí conocí a las volcánicas Sandra Jaime y Guadalupe Veneranda, por mencionar solo a dos compañeras quienes han seguido sin claudicar su apostolado en las aulas y la vida, tanto en teatro como las letras. Recuerdo con mucha luz esos dos intensos años.
No sufrí mucho en esa etapa de alfabetizador. Muchos de los adultos tenían ya conocimientos generales de leer y escribir y habían dejado sus estudios desde niños para trabajar. Querían el papelito y habían sido convencidos de superarse, previamente, por entusiastas trabajadoras sociales.
Asistía en visita domiciliaria por las tardes, a darles un repaso-clase luego de la radionovela. La mayoría terminaban siendo enseñados por su propios parientes, apenados de que un joven “profesor” fuese a sus casas a darle clase al papá o la abuelita. Yo a los 14 gastaba bigote cerrado y por mis modales me veía adulto.
Todos concluyeron su libro de enseñanza antes de tiempo, a solas o con ayuda de su familia. Las últimas semanas me quedaron casi libres.
Me trataban bien y no pocas veces me convidaban de sus humildes y sabrosas cenas. Muchos provenían de pueblos donde la gente importante y de respeto eran el cura, el médico y el maestro. Y para la mayoría, la motivación de salir fue darle educación a los hijos.
También pagaban bastante bien en INEA: dos mil pesos al mes. Ascendí luego a Organizador Regional porque algunos responsable anteriores a mi dejaron todo a medias y así gané seis mil. Una fortuna que se me iba en libros, entonces con un valor entre sesenta y trescientos pesos.
Debo precisar que conocí el lado obscuro. Algunos instructores inventaban grupos o registraban amigos y familiares ya alfabetizados. Mi ética protestante tuvo que detener eso donde me tocaba... con los extraños sinsabores e incomprensiones que arrastra hacer lo correcto.
Ya no volvería a ser profesor hasta los 24 años en la prepa nocturna Rosales, de cuyo edificio hoy agradezco haber sido director casi diez años, hoy Centro Cultural Universitario de la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Toda esta experiencia fue mi vida paralela en la formación literaria autodidacta. Soy comunicólogo por que en mi tiempo era lo mas parecido a letras.
Los escritores en el aula somos docentes bastante peculiares y peligrosos. Hay testimonios de que Juan José Arreola, al impartir en la UNAM la materia de Literatura Medieval, convirtió a sus alumnos en expertos de dos temas muy extensos: la historia de Zapotlán el Grande y la historia de Juan José Arreola.
Cuando un alumno le exigió que retomara el programa, Arreola le aconsejó remitirse a los libros, que él sólo iba ahí a transmitir una pasión... ¿Será esa la verdadera y secreta obligación del docente?
Hay un excelente poeta español poco atendido, Pedro Salinas, quien fue un eficaz profesor. Por más de 30 años trabajó en las aulas y agradecía esa estrecha convivencia con la lengua española. Sus alumnos decían que al impartir su cátedra comenzaba a elevarse, conforme iluminaba el recinto con conceptos y revelaciones, poseído por un ferviente amor a su apostolado.
En su libro Defensa del lenguaje dejó esta frase que es parte de mi credo y con gusto comparto para cerrar mi pública confesión: “Enseñar literatura ha sido siempre, para mí, buscar en las palabras de un autor la palpitación psíquica que me las entrega encendidas a través de los siglos: el espíritu de su letra”.