La conversación pública ha incorporado a su repertorio lingüístico cotidiano, aquellas nociones derivadas del Covid-19: actividades esenciales, confinamiento, crisis económica, desempleo, ventiladores, aplanamiento de la curva, intubados, recuperados, neumonía atípica, tasa de letalidad, y por desgracia, muertos, muchos muertos.
Por ello no es extraño que el miedo se apodere de nuestras vidas y obnubile nuestras reflexiones. Así se entiende una parte del sentimiento colectivo que manifiesta añoranza por los tiempos idos y desee, intempestivamente, regresar a la normalidad. Imposible.
Los efectos del Covid-19 están imponiendo aceleradamente una nueva realidad. Asombrosamente miles de personas están desplazándose a sus lugares de origen, lo cual resulta un fenómeno social sin precedentes: la migración está ocurriendo de la ciudad al campo. Sus repercusiones demográficas, económicas y ambientales, habrán de observarse con el paso del tiempo.
Mientras tanto, gana terreno la idea de que las sociedades para enfrentar las crisis requieren estados fuertes. Y en el caso nuestro, una democracia viva. No sólo una democracia electoral sino una participativa, donde la sociedad en su conjunto pueda incidir en las acciones de gobierno y sea capaz de combatir los intentos de “regresar a la normalidad”. Una “normalidad” que desde el poder, conformó una sociedad groseramente desigual y mayoritariamente empobrecida; una “normalidad” con servicios públicos de salud y educación resquebrajados. En suma, una “normalidad” que abandonó la idea de lo público, y con ello, los mínimos necesarios para vivir en sociedad.
No habrá regresos a la normalidad ni finales como el filme de Felipe Cazals, El año de la peste (1978), en el que un virus contagia a la población y la autoridad oculta la epidemia a la opinión pública so pretexto de evitar el pánico, mientras miles de cadáveres inundan las calles, y de un día a otro, el virus desaparece tan sigilosamente como había llegado.
A lo largo de la historia, la humanidad ha vivido múltiples epidemias. Nuestro país las ha padecido brutalmente, tal vez tanto como las crisis económicas, la explotación y el despojo de sus recursos naturales. Investigadores, como Woodrow Borah, afirman que durante los primeros 130 años de la conquista española, la población de la Nueva España pasó de 11 millones a un millón y medio de habitantes, debido, principalmente, al contagio de virus que los colonizadores portaban y de los cuales la población nativa o autóctona no tenía anticuerpos porque el encuentro de los mundos, de las diversas civilizaciones y de los animales existentes en cada región, no había ocurrido.
Hoy vivimos en un mundo globalizado. Y justamente la necesidad de preservar la paz y la vida, derivó en la creación de instituciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, a través de la cual se han dictado las medidas de mitigación, distanciamiento social y de higiene con las que se enfrenta al minúsculo pero contagioso y letal Covid-19. Por ello, es fundamental comprender que mientras no exista una vacuna, el riesgo de nuevos brotes continúa latente.
En ese sentido, debemos entender que cuando se habla de fechas probables para que ciertas regiones del país recuperen la vida social, se está hablando del término de la fase de mayor contagio, y por lo tanto, de una mayor capacidad de respuesta de los servicios de salud pública para continuar enfrentando al virus.
Abandonar la idea del regreso a la normalidad y abrir paso a una nueva realidad, es vital.
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