Por Juan Pablo Cardenal*
Tras disiparse la polvareda un par de años después de Tiananmen y hasta la llegada de Xi Jinping al poder en 2012, China y el mundo occidental disfrutaron de tres décadas de relación plácida. No fue una época exenta de tensiones, pero todos ganaban. China fijó el rumbo de la modernización, emprendió reformas estructurales, se incorporó con el apoyo entusiasta de Occidente al comercio mundial. Emergieron entonces la fábrica del mundo y la globalización, la demanda interna china empezó a sacudir mercados y China inició su internacionalización. Todo marchaba sobre ruedas.
Pekín logró además que calara la idea de que necesitaba tiempo para acometer reformas políticas. Con esta coartada, las democracias siguieron beneficiándose de la coyuntura favorable al tiempo que mantenían su conciencia tranquila. Sin embargo, tras la llegada de Xi Jinping al poder, todo empezó a cambiar. Heredó una China más poderosa y próspera: compite ya globalmente, adquiere activos y tecnología, construye infraestructuras e influencia. Un gigante que rivaliza diplomáticamente, que objeta el orden mundial, que no se somete al escrutinio de nadie, que no tolera las críticas.
En el plano doméstico, la pujante clase media urbana y un sector privado innovador e interconectado con el mundo encarnaban la modernización y el bienestar relativo del país. Un salto cualitativo al que Xi Jinping no vio como una fortaleza, sino como una amenaza. Como ya ocurrió en Taiwán o Corea del Sur, y en tantos países latinoamericanos, China reunía los requisitos y empezaba a estar madura para una transición política. Ante la perspectiva de un movimiento democratizador imparable y con la lección del colapso de la Unión Soviética bien aprendida, Xi activó los frenos.
Y, de acuerdo con su lógica política, el régimen impulsó -en defensa propia- la recentralización de la autoridad del Partido Comunista (PCCh) al objeto de asegurar su control de la sociedad, el mando sobre la economía y la eliminación preventiva de cualquier oposición. De este modo, para erradicar lo que Xi llama los vientos torcidos, lanzó una campaña contra los peligros ocultos que se derivan de la corrupción, la disidencia ideológica y la influencia occidental. Con el llamado Documento nº 9, una circular interna de 2013 que prohíbe la promoción en China de los «peligrosos» valores democráticos, se gestó la hostilidad ideológica contra Occidente y su sistema de valores políticos basado en la libertad.
semejanza de Xi
Esta China a imagen y semejanza de Xi y cada vez más autoritaria, forjada en la última década, es la que quedó afianzada en el 20º Congreso del PCCh celebrado el mes pasado. En dicho cónclave se consolidó no sólo el tercer mandato de Xi y quizá también su perpetuación en el poder, sino que además saltó por los aires el liderazgo colectivo instituido hace casi medio siglo para evitar, justamente, que derivas personalistas lleven la anarquía a China, como ocurrió en el maoísmo.
Rodeado de colaboradores cuyos méritos recaen en la lealtad que le profesan, y sin oposición interna en la cúpula comunista, Xi tendrá manos libres para ejercer el poder a su antojo. Todo ello afecta a América Latina. Veamos por qué. La relación forjada desde el arranque del siglo con China se ha cimentado sobre el supuesto indiscutible de que dicho vínculo procura a la región una ganancia económica fundamental. Las exportaciones, las inversiones, los aumentos del PIB y demás cifras macroeconómicas respaldan esta idea y, por tanto, se presentan habitualmente como evidencia del beneficio que América Latina obtiene gracias a la demanda china y a su presencia en el continente.
Es cierto que un análisis más fino introduciría matices. Por ejemplo, que Latinoamérica no ha sabido aprovechar su trato con China para crear industrias de valor añadido que generen riqueza, y ha consolidado así su posición como mero exportador de recursos naturales sin procesar. O las secuelas que deja el modelo chino en términos de impacto socioambiental, así como la dependencia comercial o financiera que algunos países ya padecen de China. Sin embargo, los aspectos negativos quedan eclipsados por una idea fuerza mayor: que China es estratégica para el futuro latinoamericano.
Toda la relación con la potencia asiática se supedita así al pragmatismo económico, lo que explica la conllevancia -y el silencio- oficial con respecto al autoritarismo chino. Ahora bien, ¿y si China sufriera el mayor deterioro económico en 40 años? ¿Cambiaría el escenario para América Latina? La cuestión es pertinente porque la coyuntura económica en China no pinta bien. Lo que durante décadas parecía imposible, un frenazo acusado, está ocurriendo. El Banco Mundial anticipa un crecimiento del 2.8 por ciento para este año, un dato que social y políticamente en el contexto chino dispara todas las alarmas.
El desplome no es coyuntural sino consecuencia de la crisis inmobiliaria, que amenaza con contagiar al resto de la economía, y de las draconianas restricciones de la política de COVID cero que han hundido el consumo y espoleado la indignación y las protestas sociales por todo el país, según Freedom House.
No son los únicos desafíos. El modelo de desarrollo basado en las exportaciones, la urbanización y las gigantescas inversiones muestra síntomas de agotamiento. El desacoplamiento selectivo del mundo democrático y los controles de Estados Unidos a la exportación de semiconductores, cuyo impacto es colosal para China, dibujan un futuro complejo y preocupante para el Gobierno comunista. Ello sin contar las incertidumbres geopolíticas.
La fiesta toca a su fin y, por tanto, China y su relación con el resto del mundo entran en una nueva era, sin duda más complicada. América Latina, que durante más de dos décadas se benefició de la bonanza china, podría ver entonces frustradas las expectativas puestas en el gigante asiático. Si se cumplen los malos augurios, los gobiernos latinoamericanos tendrán que adaptarse a un escenario distinto, el de lidiar con una China menos seductora por su deriva autoritaria y por no ofrecer las oportunidades que solía.
**Este texto fue publicado originalmente en Diálogo Político
*Juan Pablo Cardenal es periodista y está especializado en la internacionalización de China. Asociado del Centro para la Apertura y Desarrollo de América Latina (CADAL). Entre 2003 y 2014 fue corresponsal en China. Autor del informe «El arte de hacer amigos: Cómo el Partido Comunista chino seduce a los partidos políticos en América Latina».