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¿Es posible decir toda la verdad, la verdad y nada más que la verdad? ¿Puede un médico en una consulta explicar a su paciente todo aquello que configura la verdad de su enfermedad, es decir, los resultados de las pruebas que demuestran la eficacia del medicamento, las contraindicaciones que en ese momento desconoce porque acaban de ser descubiertas en algún laboratorio, las reacciones al medicamento que detonará la herencia genética del paciente, es decir, todo aquello que forma parte de la-verdad que rodea a la enfermedad y el tratamiento prescrito para erradicarla? ¿Pueden los periodistas de investigación dar cuenta de todo, absolutamente de todo, lo relacionado con el caso que investigan, cuando algunos testigos han muerto, otros más están presos o aún no han sido descubiertos? ¿Qué queremos decir con la expresión hablar-con-la-verdad? ¿Podemos abarcarla? ¿Conocerla?
En su libro Mentir. La elección moral en la vida pública y privada, Sissela Bok dice que “toda la verdad está fuera de nuestro alcance. Pero este hecho tiene muy poco que ver con nuestras elecciones en cuanto mentir o hablar honestamente, en cuanto a lo que decimos y lo que nos guardamos, [de ahí que] la pregunta moral de si estás mintiendo o no lo estás haciendo no se resuelve estableciendo la verdad o la falsedad de lo que dices. Para resolver esta pregunta, debemos saber si tu intención al pronunciar este enunciado es engañar”. Va un par de ejemplos para aclarar explicar mejor este asunto.
Imagine a un ferviente seguidor de los preceptos de una religión justo en el momento que entró al clímax de su oración, y comienza a hablar en lenguas. Para alguien ajeno a la religión y las maneras en que ésta se expresa, supongamos para un lingüista ateo, el trance de aquella persona le parecerá un timo, debido a que lo que implica el dominio de una lengua distinta a la materna, de ahí que tanto el estado de trance como el supuesto don divino le resultarán ser las partes de un engaño.
Pero, en este caso, ¿a quién le asiste la verdad? ¿A quien ha sido “tocado por Dios” y le permite hablar en lenguas, o al lingüista que “conoce de pe a pa” la manera en que las personas pueden dominar una lengua distinta a la propia? ¿En qué parte de esta historia es posible detectar si hay un engaño de por medio?
Ahora pensemos en el ya clásico “yo tengo otros datos” de Andrés Manuel López Obrador: ¿y si efectivamente tenía, o tiene, una información distinta a la que tenemos el resto de los mortales, y su intención no era engañar a nadie? ¿Cabe esa posibilidad? Más aún, ¿no cabría que la-verdad de AMLO estuviera mediada por el autoengaño, la falta de comprensión sobre el tema, los prejuicios o los matices que configuran los informes que le entregan sus subordinados?
Sobra decir que no estoy intentando justificar este y otros deslices que con frecuencia escuchamos en “las mañaneras”. En todo caso, lo que trato de explicar es que nuestro encuentro con “la verdad” siempre está mediatizado por filtros que nos impiden aprehenderla en su totalidad.
Así, como señala Sissela Bok, además “de las incontables maneras en las cuales andamos mal informados por la vida, debemos distinguir aquella en la que subyace la intención de engañar; y de los incontables intentos parciales de llegar a la verdad aquellos que tienen la intención de ser veraces. Solo si es clara esta distinción, será posible plantear la pregunta moral con rigor”.
Por ello a la reflexión moral, más que el acceso a la plena y absoluta verdad, lo que le interesa es conocer la veracidad de lo que se dice y el contenido de los enunciados que se expresan con la intención de engañar. Así, la ética enjuiciará de una manera completamente distinta el hecho de que alguien desinformado, pero convencido, afirme: “cada vez que oro hablo en lenguas que desconozco”, al dicho de alguien que anima a los demás diciendo “tengo un don único que a través de la oración me permite hablar en cualquier lengua”. En este último caso, la intención cuenta, y cuenta mucho.
Cuando nos proponemos engañar a otros intencionalmente, dice Sissela Bok, “transmitimos mensajes cuya intención es engañarlos, cuya intención es hacerlos creer lo que nosotros mismos no creemos. Podemos hacerlo a través de un gesto, a través de un disfraz, por medio de la acción o la inacción o incluso recurriendo al silencio. [...] El engaño, entonces, es la categoría más amplia, y la mentira forma parte de ella”.
Y aunque las convenciones con las cuales hemos crecido nos dicen que mentir es un acto reprobable, ¿hay ocasiones en las que sea moralmente válido mentir?
Algunas tradiciones religiosas y morales se oponen rotundamente a la mentira en cualquiera de sus formas, sin embargo, la diversidad de circunstancias con las que se estrella el-deber-de-hablar-con-la-verdad, las ha empujado a buscar salidas para que ciertas falsedades no sean consideradas como una mentira o bien, no sean vistas como una mentira completamente reprobable.
Como refiere Bok en su libro, Hugo Grocio, por ejemplo, decía que hablar falsamente a los ladrones no debería ser considerado una mentira porque hay personas a las que no se les debe ningún tipo de veracidad. Por su parte, San Agustín defendió que las peores mentiras eran las que se decían durante la enseñanza de la religión, siendo mentiras completamente perdonables aquellas que no causaban un daño a nadie. En la misma tradición, Santo Tomás “distinguió tres tipos de mentiras: las mentiras oficiosas o útiles; las mentiras jocosas, dichas en broma; y las mentiras malévolas o maliciosas, dichas para dañar a alguien”.
Y si lo dicho por estos santos varones no fuera del todo sorprendente, piense en el siguiente mecanismo empleado muchas personas que abrazan la idea de que, bajo cualquier circunstancia, debe hablarse “con la verdad”: la “reserva mental”, misma que podría resumirse en los siguientes términos: ante una pregunta expresa que exige la verdad, la persona mentalmente puede completar la oración con el fin de que lo dicho deje de ser mentira. Va un ejemplo de cómo funciona el mecanismo de la reserva mental. Imagine que un ex funcionario público, defensor de la moral y las buenas costumbres, es chacaleado en la acera por un reportero que le avienta en la cara la siguiente pregunta: “Se dice que usted ha tenido nexos con el narcotráfico, ¿qué puede decir al respecto?”. El personaje en cuestión, tranquilamente, saldría del atolladero contestando lo siguiente: “Ningún nexo, así que, si me disculpa, permítame continuar mi camino...”, para dos segundos después completar mentalmente la oración del siguiente modo: “No he tenido ningún nexo con el narcotráfico, en lo que va del año...”.
Formulaciones como las hechas por Grocio, el manejo de mentiras en las escalas propuestas por San Agustín y Santo Tomás o el empleo del mecanismo de la “reserva mental”, a lo largo de los siglos, han permitido a muchas personas continuar practicando tradiciones moralmente rigoristas, llevar la vida dentro de unos límites donde cierto tipo de mentiras son permisibles o, incluso, salir airosas en situaciones donde la vida está de por medio.
En mi caso, reconozco y acepto, el engaño deliberado no es lo mío; sin embargo, tampoco niego que, como cualquier ser humano, haya sido, y siga siendo, presa de algunos filtros que median la verdad, específicamente, el autoengaño y el error.