¿Qué es un artista? Alguien que vive otra dimensión y una parte de la sociedad se lo festeja, mientras que el resto no lo entiende, lo rechaza y a veces co-rompe.
Alguien con un destello misterioso y minucioso, a veces maligno o fatuo, como ese fuego que solo avistaba en el pasado un guardián de cementerios.
En el arte, no puede haber punto de acuerdo. Existen los debates de los críticos, los ensayos de los académicos, pero la percepción cambia con la misma volubilidad de las modas. La gran novedad de hoy es el escarnio de mañana; quizás también puede ser la gran revelación de pasado mañana o el enigma cotidiano insolvente.
Ser artista es vivir entre dos mundos, atrapado bajo dos fuegos. Al final, es inevitable optar por quemarse en una llamarada o vivir una vida normal, con una brasa secreta, en el centro de las venas. ¿Se puede ser artista y al mismo tiempo contador de una empresa pesquera? Claro, casi. Jaime Sabines hizo varios de sus poemas en el mostrador de la tienda de ropa de su familia en Chiapas.
Arreola lo hizo en una tienda de abarrotes en Zapotlán El Grande sobre papel de envolver. En medio kilo de piloncillo o dos de frijoles se fueron esos originales perdidos.
Pero no basta con la disciplina o la necedad de estar escribiendo. Se necesita un plan general, una ruta crítica, como dicen los ingenieros, como plan de vida.
Toda la vida, el artista mantiene un plan de batalla. Toda su vida, el artista es un campo de batalla.
No es fácil vivir con una espada de fuego en la mano, que a veces sentimos que atraviesa nuestra espalda o da vueltas en el centro de nuestro pecho. Por eso, todos los artistas parecen poseídos y a la gente “normal” les cuesta aceptarlos con sus incandescencias.
El arte que te da la vida también te incendia. Huidobro decía que los verdaderos poemas son incendios. Una pira como en la que ardió Giordano Bruno y donde Savonarola vio con beneplácito a Sandro Botticelli arrojar sus propios cuadros.
Las artes de vanguardia, provocadoras y detonantes, son las más difíciles de aceptar. Nunca es raro que nos vendan a veces gato por liebre. En el mundo del arte, la tortuga de la entrega y disciplina vencerán siempre a la fugaz liebre, aspirante eterno a animal fabuloso.
Hace décadas, Marcel Duchamp hizo una copia casi perfecta de la Mona Lisa dotada de un gran bigote. Hace unos años una señora en España que intentó restaurar un Ecce homo y fue vista como una patética inconsciente o la creadora de una nueva estética.
El revuelo mediático de esta “intervención” nos confirma el gran vacío que se vive hoy en el mundo del arte.
Ecce homo -el nombre de la representación pictórica- son las palabras en latín que usó Poncio Pilatos al presentar a Cristo ante la muchedumbre enardecida. “He aquí el hombre”: aquel que se llamaba a sí mismo El Hijo del Hombre.
No hay comparación entre el suplicio del calvario y la labor del creador, pero las verdaderas obras de arte son trozos de carne viva, miradas atónitas ante sangre bullente. Nadie puede leer El Diario de Ana Frank y seguir siendo el mismo.
El artista que emprende una obra de arte es como el nadador que se lanza al agua sin saber que va a alcanzar la otra orilla. La frase es de Margueritte Yourcernar al narrar cómo se sentía al emprender la escritura de “Memorias de Adriano”. Todo artista nada en un mundo de sueños. El agua y sus dueños son el mundo de la transparencia y el lente prismático de sumergirse a otro mundo que le da mas claridad al otro. No hay obra maestra del arte escrito que no incluya un descenso a los infiernos.
Ser original es tratar de ser como todos y fracasar siempre en el intento. Ojalá sea cierto porque esa es la historia de la vida de no pocos artistas.
Que no quepa duda. La misión del artista y del artesano más sencillo es volver extraordinario a todo aquello que aparenta ser ordinario. Si eso sucede, el mundo sabrá hacer el resto. Y nosotros agradeceremos asombrados, o sea, bajo su luz y su sombra.