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No es placentero experimentar el dolor, a menos que seamos personas masoquistas; sin embargo, es necesario probar las amargas raíces de las pruebas y fracasos para permitir que aflore lo mejor de nosotros.
Las sonrisas muestran nuestra cara agradable, sobre todo si son sinceras. No obstante, lo que no se puede disimular es el dolor, pues provoca en nosotros un rictus condensado y centuplicado.
En efecto, el dolor es como un arado que taladra la superficie de nuestro corazón provocando lacerantes heridas, que muchas veces permanecen abiertas durante prolongado tiempo.
Sin embargo, es entonces cuando abrimos la coraza de nuestra interioridad, como señaló Ernest Jünger: “El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no solo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en el que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres!”.
La sonrisa, como se acentuó en la ópera “Pagliacci” (Payasos) se puede simular, pero se corre el riesgo de que se convierta en una carcajada siniestra cuando se trata de esconder el dolor. Repetimos, la llave del dolor siempre mostrará nuestra verdadera cara.
Naturalmente rehuimos el camino del dolor, pero es en esos dramáticos instantes cuando se muestra con claridad la consistencia de nuestro barro. “Cuando hay una tormenta los pajaritos se esconden, pero las águilas vuelan más alto”, señaló Mahatma Gandhi.
Bien dijo Jalil Gibrán: “Del sufrimiento han emergido las almas más fuertes. Las almas más fuertes se forjan en base a sus cicatrices”.
¿Oculto la llave del dolor?