¡Vaya tiempos! Ahora los hombres que quieren ascender al espacio, descender al mar profundo y explorar las regiones remotas son los multimillonarios.
Ya no existen los científicos aventureros y románticos de la bella época como Peary, Edmund Hillary, Darwin o el capitán Francis Burton, descubridor de las fuentes del Nilo y traductor de Las Mil y Una Noches.
A esta anomalía, agreguemos el cinismo de esta tambaleante sociedad que le dejaremos a nuestros hijos al juzgarlos con oprobio.
Desde las viejas telenovelas mexicanas, tan elementales y caricaturizadas, no veía a tanta gente tan feliz por saber de esas desgracias que solo les pasan a los ricos. O quizá esas opiniones no las veíamos porque antes no existían las todopoderosas redes sociales.
Veamos a Harmesh Harding, uno de los millonarios fallecidos. Fue al espacio, al Polo Sur, exploró la Fosa de las Marianas, el lugar más profundo del mundo y estableció un Récord Guinness.
Nada que ver con los personajes que mencioné o los que aparecen en las novelas de Julio Verne, cuyas novelas inspiraron a muchos a viajar y explorar.
Con su aire Art Nouveau -los expertos en cultura francesa dirían Segundo Imperio- Verne aún nos subyuga con su rancia voz de ático, antigüedades y escenografía de espacios abiertos ante los horizontes desconocidos.
Justamente, se acaban de cumplir los primeros 150 años de un clásico: Veinte mil leguas de viaje submarino.
Esta novela de ficción científica se dio a conocer en la Magasin d’Éducation et de Récréation («Revista de ilustración y Creatividad») desde el 20 de marzo de 1869 hasta el 20 de junio de 1870.
Era una publicación pensada para enseñar y divertir a toda la familia de forma quincenal y uno de sus principales sellos fue la serie de los Viajes Extraordinarios de Verne.
No solo fue Verne el National Geographic de su época (la revista y el canal televisivo) sino el vehículo ideal para que el ansia de aventura tuviese un referente literario y, también, surgiera una fuente de inspiración alternativa para la ciencia entre el público común.
Julio Verne, un hombre muy aterrizado y sabía llevar el mismo paso que sus lectores, legua por legua.
Para empezar, ¿qué es una legua? ¿Por qué ningún traductor deseoso de dejar su huella en un clásico ha actualizado para las distraídas generaciones dicho término arcaico?
Cuando don Julio Verne acuñó este título literario, el sistema métrico decimal estaba ya en uso desde el 13 Brumario del año 1800 y, aunque a Napoleón Bonaparte no le agradaba, no se animó a removerlo, según cuenta en sus memorias en Santa Helena.
El lector de a pie, a quien se dirigía Verne y que fue su principal objetivo y comprador, debía entender a la perfección la idea de dimensiones y tiempo que le vendía el autor.
Con todo y sus variantes en diversos países y comarcas, una legua es la distancia que se recorre aproximadamente a pie o a caballo durante una hora... Ahora, imaginemos todo ese tiempo y distancia bajo el mar, con la óptica y lógica de los viajes en globo. Maravilla para el asombro.
Decirle a alguien que un pueblo estaba a una distancia de tres o cinco leguas permitía a un viajero vislumbrar cuánto tiempo invertiría y así calcular la luz solar, energía o alimentos que le quedaban.
También volvía posible la operación contraria: al llegar a un sitio podría saberse la cantidad de horas de viaje en un tiempo que los relojes eran un lujo.
De esa forma Pancho Villa supo en 1919 el tiempo y la distancia que cabalgó -con una bala que atravesó su vientre- la yegua que le salvó su vida: la “Siete Leguas”, que antes se llamaba “La Muñeca”.
Sí: Julio Verne escribía para la gente común deseoso de llevarles el asombro por la geografía y la ciencia.
Jamás imaginó que, 150 años y un poco más después de ese libro, un submarino protagonizaría una tragedia frente a otra tragedia como el Titanic para irrisión de una sociedad menos comprensiva que sus primeros lectores.
Pero tengamos esperanza. Desde hace más de 150 años, somos muchas más las generaciones que navegamos con la música del órgano del Nautilus para siempre, unida a los ecos de la aventura de lo desconocido, y deseamos que esas desgracias no se multipliquen.
Aunque siempre habrá un Oceangate, el Watergate de la ciencia al servicio del turismo y la inconsciencia.