La guitarra voladora de José Agustín

EL OCTAVO DÍA
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    José Agustín y Gustavo Sáinz fue la primera generación de mexicanos en ser un éxito de ventas en los súpers y la segunda en ser estudiada e invitada a dar conferencias en universidades gringas para, de paso, ser estudiados in situ. La primera fue la de Octavio Paz, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco. Digamos que ser traducido y bilingüe, algo no muy común antaño, eran una gran ganzúa para entrar a los celosos campus de la academia anglosajona, pero tampoco era para cualquiera.

    Una cosa que descubrí en la trayectoria creativa José Agustín es que siempre tenía un libro para cada lector diferente. Eso es mejor que ser un escritor de masas o alguien con un público muy específico, seas Borges, Pérez Reverte o Mariana Enríquez.

    José Agustín Ramírez fue más allá con su obra que hacía un sector afiliado al rock, la juventud y la clase media urbana, como podría pensarse luego sus primeros libros que enfilaban hacia una fórmula cómoda.

    Conozco a una señora de 60 años fanática de su libro “De perfil” y a un joven abogado que quedó marcado por el libro “Vida con mi viuda”. También tengo un amigo ingeniero que vivió en la Ciudad de México en una época difícil y, para él, lo mejor es “Cerca del fuego”. (Los capitalinos eran otros antes del terremoto del 85 y esa novela toca la paranoia social de una ciudad desmesurada y sin democracia).

    En cambio, un periodista conocido mío se solaza con “Dos horas de sol”, mientras que un amigo fotógrafo, vagabundo y adicto a los viajes de bajo presupuesto, se queda con “Se está haciendo tarde. (Final en la laguna)”... novela que al parecer inspiró la exitosa cinta “Y tu mamá también” por la semejanza general de sus argumentos.

    “Ciudades desiertas” fue uno de los primeros libros que analizaron el papel de la mujer en la sociedad actual en México y denunciaron el malinchismo de los esposos intelectuales, los cuales eran liberales de café, pero que no querían dejar que sus esposas asistieran a congresos o residencias en universidades. Menos que los superaran por mérito propio en ese campo.

    Claro que la situación ha cambiado desde principios de los 80, lapso donde acontece este libro, y los valores han mutado, pero aún siguen vivas ciertas barreras por saltar y ahí se hacen referencia.

    Yo no estuve en el Iowa Writers Program que aparece en “Ciudades desiertas”, pero asistí a algo similar en Banff, Canadá, donde un grupo de latinoamericanos y otros locos de todo el mundo estuvimos viviendo como en la casa de Big Brother, entre montañas, bibliotecas, incendios forestales y nevadas que cerraban las carreteras por horas.

    Algo había del ambiente descrito por José Agustín de esos mundos asépticos, de frialdad protestante, pero también era sólido comprobar que a veces uno ocupa irse a un cosmos totalmente opuesto para reencontrarse consigo mismo.

    José Agustín y Gustavo Sáinz fue la primera generación de mexicanos en ser un éxito de ventas en los súpers y la segunda en ser estudiada e invitada a dar conferencias en universidades gringas para, de paso, ser estudiados in situ. La primera fue la de Octavio Paz, Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco. Digamos que ser traducido y bilingüe, algo no muy común antaño, eran una gran ganzúa para entrar a los celosos campus de la academia anglosajona, pero tampoco era para cualquiera.

    Eran vistos como creadores vigorosos, no una curiosidad sociológica del llamado entonces tercer mundo.

    Lo primero que leí fue en su libro “Inventando que sueño”, con prosa desenfadada, el cuento de la boda, que se llama “Amor del bueno”. Ya no pude dejar de hacerlo, Y no me gustaba esa forma fragmentada de narrar entonces, pero ahí latía algo que sigue vibrando y te hace exaltar esos párrafos cortados.

    Hoy todos somos antisolemnes, críticos y divertidos en la vida y las redes sociales: José Agustín fue el primero en ser así en su escritura y tribuna, sin volverse un gracioso buscador de ironías. Sabía ser formal y su columna dominical sobre música en Reforma marcaba la pauta.

    A propósito de liderazgos, José Agustín pudo haberse erigido en un capo cultural y caudillo de la contracultura, pero él no cayó en esa tentación tan mexicana de asumirse en cabeza de grupo y dominar espacios. Tenía todo para hacerlo y serlo, pero optó por concentrarse en su literatura, la música, su casa en Cuautla y su familia. ¡Bien por ese ejemplo de vida!

    No sólo era un conocedor y un devoto de la música moderna: era un experto en la música. Cuando recibió el Premio Mazatlán de Literatura en 2005 y le informamos que en la velada cultural se interpretaría el concierto a dos pianos de Francis Poulenc, descubrí que lo conocía perfectamente y que tenía varias referencias sobre esa pieza magistral y difícil que fue interpretada en el Ángela por el Mtro. Antonio González y su hermano, destacados pianistas ambos.

    En esa ocasión, detalle inédito, se colocó en lo alto del escenario del Teatro Ángela Peralta una guitarra eléctrica que poco antes había formado parte de un carro alegórico dedicado a Los Beatles. Detalle de valor de producción de los amigos Raúl Rico y Jorge González Neri que dejó pensativo a Antonio Haas.

    Otro gran escritor mexicano que acaba de fallecer y que pertenecía a la generación, pero no a la llamada literatura de la onda, fue Jorge Aguilar Mora, autor del poderoso ensayo “Una muerte sencilla, justa, eterna... Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana”. Tenía solo un año de diferencia con José Agustín, pero, dato simbólico, este año el Premio Mazatlán de Literatura lo ganó la poeta Elsa Cross, también de esa misma hornada: un desfile de escritores que dejará una huella permanente en nuestras letras por los diversos caminos que supieron abrir con su cauda.