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"OPINIÓN"

"La ginecomaquia triunfante"

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    SinEmbargo.MX

     

    Conmovido, el lunes me senté en clase ante un grupo solo compuesto por varones en una universidad semivacía, en la que las mujeres se hacían sentir por su ausencia. El vacío lacerante de un día sin presencia femenina. Las tres horas de clases las dedicamos a discutir entre hombres nuestra masculinidad deformada por una cultura de violencia, desprecio y falsa superioridad, que ha llevado a que millones de mujeres mexicanas vivan atemorizadas y puedan narrar experiencias de agresión y abuso en las calles, el trabajo, la escuela y, lo más doloroso, en la familia. Una reflexión compartida sobre lo arraigado del machismo en el mapa mental compartido de la sociedad mexicana, un fenómeno profundamente institucionalizado, que se expresa en una manera de hacer las cosas que tradicionalmente ha subordinado a las mujeres, las ha explotado y las ha oprimido.

    El día anterior, la ciudad se inundó de púrpura. Aunque la imagen ha sido criticada, yo sí vi un bosque de jacarandas que se movía para aplastar al patriarcado, como el de Birnam avanzó sobre el tirano Macbeth. Cientos de gritos de batalla, contra el feminicidio, contra el abuso, contra la desigualdad en el empleo, a favor de la libertad para decidir sobre el propio cuerpo sin que sean los varones en sotana, los predicadores carismáticos o los políticos mojigatos los que impongan su pretendida defensa a la vida desde la concepción. Mujeres de todos los ámbitos de esta desigual sociedad, jóvenes enardecidas, estudiantes fulgurantes, señoras privilegiadas, trabajadoras del hogar, ¡hasta un par de monjas con pañuelos morados marcharon por “todas las Magdalenas que Dios envió a predicar y el machismo clerical mandó a callar”! La batalla de las mujeres unió a un arco muy amplio de sensibilidades y posturas contra un estado de cosas histórico, no contra el gobierno de hoy, sino contra el poder de siempre.

    La crisis de violencia que sufre toda la sociedad mexicana no ha servido como pretexto para encubrir la violencia específica que viven las mujeres en este país. Es verdad que todos estamos menos seguros cuando la tasa de homicidios alcanza 27 por cada cien mil habitantes, pero con todo, los hombres en México no vivimos con el miedo cotidiano que enfrentan las mujeres. Es posible que suframos un acto de violencia, un robo que acabe en homicidio, incluso que acabemos atrapados en una balacera, pero la posibilidad de que eso ocurra es lo suficientemente baja para que no vivamos con el miedo a flor de piel. No conocemos el temor a caminar por la noche y sospechar que cualquiera que camine cerca de pronto nos empujará en un zaguán y nos violará. O el miedo a que el chofer del taxi que tomamos al salir de un bar no nos lleve a nuestro destino, sino que se aproveche y nos rapte a un descampado. No tememos que un pleito de pareja termine en una paliza o que una ex pareja despechada acabe apuñalándonos y tirándonos en una zanja; los más jóvenes no tienen que temer que, de pronto, los levanten en la calle y los prostituyan en otro lugar del país.

    Tampoco tenemos que enfrentar a un sistema de justicia que no nos cree, a jueces que asumen que fuimos violados porque andábamos fuera muy tarde o porque habíamos bebido o porque vestíamos provocativamente. No viviremos estigmatizados porque una ex novia decidió circular un video sexual o porque hemos tenido demasiadas parejas o por la manera en la que decidimos ejercer nuestra sexualidad. La violencia que sufren las mujeres no es la violencia y la inseguridad general: es específica por ser mujeres y es ancestral, no empezó en 2007. De ahí la importancia de esta batalla, del inicio de esta sublevación que no debe ya parar.

    La incomprensión de López Obrador no es sino reflejo de la insensibilidad y la estulticia que impera aún entre buena parte de los hombres de este país. Es, también, reflejo de su moralidad aceda, cristianoide, y también de la negación tradicional de la vieja izquierda de la especificidad de la opresión que viven las mujeres.

    Cuando comencé a militar en la izquierda, a finales de la década de 1970, el líder del partido al que me afilié, el Socialista de los Trabajadores, criticaba el giro feminista que entonces comenzaba en el Partido Comunista y otros grupos con la cantaleta de que la liberación de la mujer llegaría cuando los trabajadores se liberaran del yugo capitalista, que mientras tanto debían subordinarse en la lucha contra el enemigo principal. Por suerte, desde antes estuve cerca de mujeres claridosas, empeñadas en hacer visibles sus reclamos de igualdad y de libertad sobre su cuerpo. Tuve cerca a Sara Lovera, a Teresa Gurza, a Esperanza Brito Moreno y aprendí muy joven a sentir sus causas. Desde entonces he querido estar a lado de mujeres insumisas y hoy quiero reconocerles lo mucho que han influido en mi comprensión del mundo. Marta Lamas, Patricia Mercado, Lisa Sánchez, Luisa Conesa, Rose Mary Safie, Herminia Pasantes, Martha Tagle, Maité Azuela, Paola Zavala, Eliana García, Lourdes Morales, Catalina Pérez Correa, Estefanía Vela, Ángela Guerrero, Laura García Coudurier, por mencionar a algunas de diferentes generaciones, con quienes comparto hoy aspiraciones y afanes y de quienes aprendo cotidianamente.

    Siempre me he considerado un hombre feminista, pero sé que el significado profundo del feminismo le corresponde definirlo a las mujeres. Por supuesto que tengo opinión sobre los temas que hoy se debaten en la llamada cuarta hola, desde el tono de las protestas, el anonimato de las denuncias o la manera de abordar la prostitución; sin embargo, prefiero guardar para mí esos puntos de vista y dejar que sean las mujeres las que den esos debates, pues por más que intentemos los varones ponernos en su lugar y ser empáticos, nuestra perspectiva no deja de ser la del privilegio masculino. Es la hora de la ginecomaquia, de la batalla de las mujeres y estoy seguro de que el resultado va a lograr, esa sí, una gran transformación, un cambio cultural de gran calado y un avance sustancial de la igualdad.