Cuando uno trata de representar su vida con una figura geométrica, vienen a la imaginación diferentes formas. Una de ellas es el círculo, el círculo vicioso de la rutina donde la misma retahíla de actividades se repiten una y otra vez como si los días fueran impresos por un sello; son tan semejantes que resulta imposible diferenciar un sábado de un domingo o un lunes de un viernes. El círculo es la figura que mejor describe la cotidianidad doméstica, esos años o meses tranquilos cuando nada pasa o, mejor dicho, pasa lo mismo siempre. En ese tiempo la vida tiene un adormecedor gusto a eternidad, pues los caminos están allanados de tanto transitarlos y los problema -que nunca fallan ni pueden faltar- al ser los de costumbre, los habituales, ocupan su sitio en el consabido paisaje y aunque eso no los solucione, sí aminora su impacto, y uno vive en paz dando vueltas y vueltas en su círculo.
A veces el circuito infernal se rompe y se convierte en espiral: los acontecimientos se repiten, pero uno ha aprendido algo de la vez anterior y responde mejor o mete la pata de otra manera y eso, para nuestro alivio, nos da la grata sensación de respirar otros aires, no forzosamente mejores, pero sí distintos: en compañía de otras personas, en un nuevo trabajo y, en ocasiones, hasta en un país nuevo. Al romperse el círculo, la forma de la vida se asemeja a un resorte y el aire que respiramos ya no nos sabe a eternidad, su sabor es el sabor fresco del cambio que por un momento nos encandila el juicio y nos hace creer que mejoramos, que progresamos. El sopor de la eternidad se pierde y uno siente que rejuvenece al despertar en unas sábanas distintas que, como velas, nos aventuran hacia sueños inéditos o, de perdida, a otros proyectos; pero la vida -qué remedio- se ciñe fatalmente al día y la noche y nos fuerza a dormir y a despertar una y otra vez, una y otra vez y, con el tiempo, cualquier espiral es otra vuelta un círculo.
Y no importa si el círculo tiene 3, 4 o 5 puntos muy marcados, pues el triángulo, el cuadrado o el pentágono son figuras cerradas como el círculo y, por ello, da igual el número de estaciones por las que se atraviese: podría incluso ser un kiliágono, tener mil vértices y, aun así, la vida terminaría yendo de lo mismo a lo mismo, pues sólo la repetición la vuelve sustentable, sólo en la repetición adquirimos maestría, seguridad y paz.
Estoy pensando, por supuesto, en vidas largas, en geometrías longevas, porque, cuando se empieza, cuando uno está muy verde, es fácil creer que la vida tiene forma de fractal: una sucesión ininterrumpida de Y, de caminos que se bifurcan en otras Y, pues en esa edad, cuando los años no son suficientes como para que aparezca la rutina, uno es tan nuevo que lo que sucede es por primera vez y nos engatusa con la impresión de que la vida es un fractal, un camino que va extendiéndose de sorpresa en sorpresa, pues el sí o el no de la disyuntiva nos reserva lo desconocido. El fractal es una figura abierta, una ramificación que se extiende hacia la aventura. En un fractal se llega lejos, en un círculo no, pues por mucho que se camine, el retorno al punto de partida siempre esta sólo un poco adelante.
La vida como fractal, como aventura, en la que uno decide el sí o el no, es una representación juvenil o, más que juvenil, incipiente, pues tras una serie de decisiones y, en consecuencia, de bifurcaciones, termina por imponerse un cierto estilo, quiero decir que se descubre que las decisiones están cargadas hacia un lado, que a la larga uno se va regularmente por una de las patas de la Y formando poco a poco un círculo. La vida es un círculo vicioso que comienza al nacer -antes no se es- y termina al morir, cuando volvemos a no ser.
@oscardelaborbol
Sinembargo.MX