El amor es la fuerza más poderosa del universo, pero también la más frágil y débil. Su grandeza no está en el tener y el poder, sino en el perdonar y el compartir. La fuerza no se prueba con grandeza, dominio y opresión, sino con pequeñez, entrega y pasión.
La figura de Yasuaki Yamashita (sobreviviente de la bomba de Nagasaki, a quien habíamos ya citado), es menuda. Su paso es mesurado y su porte sencillo. De rostro afable y apacible, aguarda con humildad su turno para participar en la conferencia magistral, “Hibakusha”, que compartió el miércoles en la Torre Académica de la UAS, a beneficio del programa de Estancia Lupita.
Cuando tenía 6 años (ahora cuenta con 84) fue cegado por una intensa luz que deshizo con voraz remolino la ciudad de Nagasaki, aquel 9 de agosto de 1945. Su madre y él no alcanzaron el refugio instalado en el sótano de su casa, mucho menos el refugio comunitario situado en la montaña vecina. Un insaciable vendaval engulló el orden y tranquilidad de esa vivienda y de todas las demás construcciones y edificios de la comunidad. Su hermana, quien cojeaba por la prótesis que tenía en una pierna, se desplazó como ágil velocista y logró adelantarse para colarse al refugio familiar.
Nagasaki no era el blanco para arrojar aquella bomba, sino la ciudad de Kokura, pero, debido al humo de los incendios y la escasa visibilidad, el piloto del avión prefirió hincar su mortal dentellada en la más viable alternativa. El infernal impacto no fue tan terrible, como las consecuencias de la radiación que, 70 años después sigue cobrando su lacerante tributo. No obstante, Yamashita, como embajador de paz, continúa predicando también la fuerza del amor y del perdón.
¿Propago la fuerza del amor?