La fiesta que a todos nos reúne

EL OCTAVO DÍA
02/03/2025 04:02
    Así es y así fue: el Carnaval como crítica social y repentina inversión de todos los roles. El momento de ser el otro y voltear a verlo. Que siga siendo la fiesta que a todos nos reúne.

    Ha dado inicio una edición más del Carnaval de Mazatlán, todo un reto en estos momentos, y esperamos con fe que cumpla su misión de oxigenar a una sociedad y un estado ávido de poderosas manifestaciones de tradición, cultura, fiesta y fantasía.

    Todos los años es un hito para los organizadores garantizar la seguridad lo más posible. Y eso desde sus inicios, en el Siglo 19.

    Fue en 1898 el año en que la fiesta estuvo a punto de salirse de control y terminar en drama colectivo. Los del barrio de Muelle, rivales de los del barrio del Abasto, tenían planeado dinamitar el Mercado Municipal, que entonces estaba a punto de erigirse como una joya arquitectónica, engastada en los talleres de la ya desaparecida Fundición de Sinaloa.

    Parece que todo fue un rumor, como todos los acontecen en estas fiestas populares. Las autoridades intervinieron y los militares y algunas gentes pudientes decidieron hacer por primera vez un carnaval organizado y serio, donde las batallas de pedradas se librarían ahora a base de serpentinas y pétalos de flores.

    Esta última propuesta no prosperó y, desde entonces, los mazatlecos se arrojan cascarones de huevo rellenos de confetti o directamente a la boca y ojos de quienes caminen, distraídos, a través del mar de gente que baila por todo el casco antiguo de la ciudad.

    Entonces se organizó el primer desfile y rey oficial. Unos cuantos carromatos decorados, varios contingentes de bicicleta, una carroza para el rey de burlas.

    El primer Rey de la Alegría fue Gerardo de la Vega y al año siguiente Tito Ahuja, quienes antes del inicio de la fiesta daban lectura a un jocoso bando con intenciones de sátira política.

    Acordes con la modalidad, y al ver que de la buena acogida dada a los soberanos, los mazatlecos de entonces decidieron iniciar el siglo dándole su sitio a la mujer.

    Y la primera soberana de la fiesta no fue una mazatleca de abolengo. Qué va. Ninguna de nuestras damitas se prestaría para andar con la turbamulta.

    Winnie Farmer, hija de unos inmigrantes americanos, fue la que se atrevió a asumir el papel de Reina y desfiló a caballo como una jovial amazona que inauguró con su paso el siglo de la mujer en esta ciudad.

    Aunque ustedes no lo crean, el que tengamos reinas del carnaval es una conquista de las primeras féminas que se rebelaron en Mazatlán y, hoy como ayer, lograron salirse con la suya y apoderarse de un asunto que antes era dominio exclusivo de los hombres

    A partir de ahí y durante mucho tiempo en el Carnaval de Mazatlán se nombraron a un Rey y una Reina para encabezar, simbólica y oficialmente, cada uno de los acontecimientos de la mascarada. Se elegía la dama más bella, la jovencita más virtuosa para incrustarle así su rostro a la máxima fiesta de la ciudad.

    Inevitablemente, el Rey del Carnaval era un joven de distinguida familia, cuando no el novio de la Reina, algún primo bobo o quizás un pretenso al que la calculadora y fría madre ya hubiese concedido el visto bueno para un inminente matrimonio.

    En aquellos tiempos, la coronación del Rey y la Reina era un fenómeno externo: los reyes “ya eran reyes” y venían a Mazatlán desde sitios remotos desde donde ejercían su función, e incluso provenían sin ningún obstáculo del mundo de la fantasía.

    Qué quiero decir: que no pocos mazatlecos se iban de madrugada a recibir a los reyes de Persia, Austria o la Corte del Gran Khan en la estación del ferrocarril vecina al Panteón número 2, la cual era una novedad en esa época.

    Por supuesto que no tenía gran importancia que el gran soberano de Grecia invitado en realidad fuese el señor Demetrio Sotomayor, de El Rosario, Sinaloa, reconocido profesor de literatura y quien insistiese que los aztecas habían pasado por nuestras tierras, rumbo a la fundación de Tenochtitlán... a nadie le incomodaba el parecido físico y qué, aparte, se hiciese llamar Dimitris I.

    Era un juego que todos jugábamos. Como sucede en Carnaval, cada quien tenía su antifaz, palabra que también significa contracara.

    Esos primigenios carnavales de Rey y Reina siguieron siendo de burla, chacota y mascarada. El elegir soberanos en una tierra con 35 grados a la sombra y donde no tenemos ninguna casa real puede parecer patético a quienes han vivido siglos y siglos bajo despóticas monarquías.

    Pero hemos de aclarar que estos reinados no eran hechos con el afán de acercarnos a la fineza y la sangre azul, a través de la chaquira y la lentejuela.

    No: los reyes del Carnaval eran precisamente una sátira hacia aquellas familias empingorotadas que tenían el destino de miles de hombres libres, tan sólo por la gracia de su apellido.

    Era nuestra manera de salpicarles nuestro lodo tropical y restregarles con la bota de nuestro desprecio a quienes aún seguían aceptando, sin discutir, el derecho divino a gobernar y, aparte, se arrodillaban a su paso declarándose dispuestos a morir por él.

    Así es y así fue: el Carnaval como crítica social y repentina inversión de todos los roles. El momento de ser el otro y voltear a verlo. Que siga siendo la fiesta que a todos nos reúne.