Se dice que el joven vive de futuro y el anciano de recuerdos. La frase no es inexorablemente exacta, aunque tiene dejos de verosimilitud. La niñez y juventud se conciben como promesas, mientras que el adulto mayor se ata al pasado idealizándolo en interminable ritornello.
Volvemos a insistir, no siempre es así. Es cierto que existen ancianos refractarios al porvenir, pero hay otros que -como Abraham- emprenden nuevas aventuras en el atardecer de su vida. En cada etapa es posible reinventarse, siempre y cuando se viva con profundidad, pasión e intensidad el instante.
En efecto, es normal dividir el tiempo en pasado, presente y futuro. Sin embargo, el presente es la única realidad que existe, puesto que el pasado ha transitado y el futuro no ha llegado. Por tanto, sólo cuenta el “hic et nunc”, el aquí y ahora, como recuerda un proverbio árabe: “Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es tuyo”.
San Agustín, en el libro XI de las Confesiones, expresó: “Lo que por el momento veo con toda claridad es que no existen ni las cosas futuras ni las pretéritas... Lo que sé es que tengo una memoria presente de lo pasado, una percepción presente de lo actual, y una expectación presente de lo venidero”.
A Cicerón le gustaba usar la fórmula “tempus instans”, que significa el tiempo que está encima, que urge, apremia y es inminente. Muchos siglos después, Gastón Bachelard afirmó: “El tiempo solo tiene una realidad, la del instante. En otras palabras, el tiempo es una realidad afianzada en el instante y suspendida entre dos nadas”.
Lo que importa es lo intenso -no lo extenso- del instante, porque cuando se paladea con fruición y pasión hospeda la eternidad.
¿Vivo la eternidad del instante?