La civilización del Titanic

    El cambio climático, la destrucción de los ecosistemas, la desaparición masiva de especies, la desigualdad que empuja a las migraciones masivas en todo el mundo, no pueden resolverse sin considerar que estamos en una profunda crisis civilizatoria. El crecimiento en el actual modelo de hiperconsumo, un modelo promovido por los medios de comunicación que llega, por igual, hasta los salones de los rascacielos neoyorquinos que a las chozas de los cinturones de miseria de las ciudades latinoamericanas, se dirige promover la adquisición y desecho de bienes y servicios.

    Existe la versión de que el Titanic, el transatlántico más grande y lujoso de su época, anunciado como insumergible, se fue a pique a causa de que no llevaba el combustible suficiente para rodear y evadir la zona de icebergs que se encontraba en la ruta más corta. La carga limitada de combustible se debía a una huelga de los mineros de carbón.

    Todo indica que ante la evidencia de que el transatlántico se podría quedar sin combustible si tomaba una ruta más larga, evadiendo la zona de icebergs, se decidió seguir la ruta más corta. Si lo anterior es cierto, la decisión de la empresa de realizar el viaje en esas condiciones se dio por motivos económicos, posponer la partida hubiera significado daños financieros considerables. La tragedia llegó, entonces, provocada por los intereses económicos puestos por encima de los riesgos.

    A escala civilizatoria vivimos las advertencias de que vamos todos, como especie, en un Titanic directo a la catástrofe. Desde 1992, un grupo amplio de científicos internacionales advirtieron las consecuencias de continuar en el rumbo que se había ya impuesto en la mayor parte del planeta por la sociedad de hiperconsumo. Llamaban a reducir en más del 80 por ciento el consumo de combustibles fósiles. Las corporaciones petroleras lograron que el Presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, se negara a asistir a la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro si el propósito era llegar a acuerdo de reducciones en el consumo de petróleo, de emisiones de gases de efecto invernadero. Las corporaciones lograron lo que querían.

    Han pasado cerca de 30 años y las emisiones no sólo no se han reducido, se han multiplicado. Se realizan las cumbres de cambio climático y se mantienen visiones parciales de la realidad, no se cuestiona el modelo de consumo; se evade hablar de la obsolescencia programada, tanto la técnica como la sicológica, que tiene su máxima expresión en el mundo de las ventanas virtuales (celulares, laptops, ipods, etc); no se habla de la producción superflua y las necesidades creadas frente a una gran parte de la población sin cubrir sus necesidades básicas; ni del llamado trabajo esclavo que mantienen las grandes corporaciones en las naciones del llamado Sur para mantener ese estilo de vida y consumo.

    El cambio climático, la destrucción de los ecosistemas, la desaparición masiva de especies, la desigualdad que empuja a las migraciones masivas en todo el mundo, no pueden resolverse sin considerar que estamos en una profunda crisis civilizatoria. El crecimiento en el actual modelo de hiperconsumo, un modelo promovido por los medios de comunicación que llega, por igual, hasta los salones de los rascacielos neoyorquinos que a las chozas de los cinturones de miseria de las ciudades latinoamericanas, se dirige promover la adquisición y desecho de bienes y servicios. No se trata de un crecimiento cualitativo, se trata de un crecimiento cuantitativo, no se trata de un crecimiento cualitativo compartible con la comunidad, se trata de un crecimiento cuantitativo exclusivo e individualista.

    Los valores individualistas de la civilización dominante son contrarios a la existencia de la vida conformada por una red compleja de interrelaciones, a la sustentabilidad que surge de estas interdependencias. La capacidad cognitiva de la especie humana se dirige, desde la educación y todo el entorno en que crecemos los individuos, a satisfacer los objetivos individuales inclinados a las posesiones materiales y no al conocimiento del entorno y las interrelaciones, no al bienestar de la comunidad.

    Las grandes corporaciones globales son la máxima expresión de esta civilización donde la obtención de la ganancia se realiza con enormes daños al entorno y la sociedad, donde se privatizan las ganancias y se socializan los daños. Otra expresión de la lógica de la ganancia, vista como natural por muchos, es la de las farmacéuticas que se han negado a transferir sus patentes a naciones que podrían desarrollar las vacunas, salvando así cientos de miles de vidas. Argumentan que requieren recuperar sus inversiones en investigación cuando ya las han recuperado con creces y que gran parte de estas recursos vinieron de financiamientos públicos.

    Mientras tanto, el Titanic del hiperconsumo va desbocado, a toda máquina. Basta ver la demencia de los grandes magnates de la nueva tecnología. Desde Mark Zuckerberg hasta Elon Musk son una expresión de la distopía, un par de oligofrénicos sin capacidad de ver más allá de sus intereses, uno ofreciendo la entrada a un mundo paralelo virtual para que pasen en ella gran parte de su vida los individuos y otro que busca poblar con multimillonarios otros planetas. ¿No habría algo más importante que hacer para su especie que está en riesgo?

    Si hemos conocido las locuras totalitarias de los estados absolutistas, vivimos ahora las locuras dominantes de las corporaciones que han programado la sociedad del hiperconsumo. La primera locura, la de las sociedades totalitarias, ha sido muy visible y evidente, la segunda, la de la sociedad de hiperconsumo, no es visible para la mayoría, se defiende como expresión de la libertad de elección de los individuos. Tanto en una como en otra, lo que domina es una ideología, que como explica Francois Chatelet en su Historia de las Ideologías, se trata de una explicación del mundo creada desde el poder, que se presenta con carta de naturalización. Es decir, tanto el nazismo como el comunismo staliniano, como la democracia estadounidense, por más lejos que estén, se sustentan en una ideología, una interpretación del mundo creada desde el poder.

    La crisis de esas ideologías se da cuando los ciudadanos dejan de creer en ellas. En el caso de los regímenes totalitarios es más fácil llegar a esa consciencia, en las sociedades de hiperconsumo no es tan fácil dejar de creer en el progreso, en el desarrollo, la competencia, la libertad de las elecciones personales, en la posesión material como felicidad.

    Como la única especie en el planeta con grandes capacidades cognitivas nos podemos preguntar si no tenemos el conocimiento suficiente para desarrollar formas de sobrevivencia sustentable en el planeta. ¿No tenemos acaso la posibilidad de ver lo que hemos hecho mal y hacerlo bien?. Sin duda se trata de un problema de valores, de actuar por el bien común, de una ética.

    Se hace necesario, en estas circunstancias, tratar de tomar distancia y mirar el devenir humano en sus diversas formas y hacernos diversas preguntas como: ¿es la condición humana la que nos trajo aquí o se trata de un modelo civilizatorio el que nos ha empujado a esta situación? Sin duda, quienes creemos que el destino no es fatal, es decir, que estamos aquí por una serie de elecciones y circunstancias, y no por un designio, creemos también que debemos tener la capacidad para entender dónde nos encontramos, por qué estamos aquí y qué deberíamos hacer para salir de este callejón sin futuro.

    Existen alternativas, experiencias funcionando, que nos demuestran que hay salidas y otros caminos basados en el entendimiento de las interrelaciones, en la consciencia de los sistemas y la complejidad de las redes de vida, en la necesidad del crecimiento cualitativo sobre el cuantitativo, en la recuperación de la comunidad y de la democracia real. La democracia real debe partir de su ejercicio en nuestro entorno inmediato en consciencia de su relación con lo global.

    Desgraciadamente, seguimos viendo que los grandes poderes económicos siguen determinando las políticas nacionales encaminadas a defender y aumentar sus ganancias, generando mayores externalidades, es decir, daños al medio ambiente y a la salud de la población. Esos poderes económicos globales actúan regionalmente y en los espacios internacionales bloqueando las alternativas que ya existen y que son necesarias para salir del callejón, para dejar, como especie, el Titanic.