La ciudad de sordos

    Tenía tiempo que no compartía tiempo con mi primo Antonio, por lo que su invitación a una reunión, a propósito del cumpleaños de un amigo suyo, la tomé con mucho gusto y hasta cierto punto emoción.

    Por varios motivos, sobre todo durante mi adolescencia, mi primo fue lo más cercano a alguien de confianza para muchas de mis preguntas y aficiones.

    Era con quien me dejaban mirar películas de terror, luego ir al cine a ver la Guerra de las Galaxias , Depredador o Terminator.

    Con quien descubrí el rock, por un casete grabado en un Toledo Centro, y las porno cuando él trabajó para un puesto de revistas.

    Pero sobre todo fue ahí, en ese puesto, donde se catapultó mi afición a la lectura y despertar mi interés por el periodismo.

    Ya, de adultos, esta reunión con sus ex compañeros de la Universidad serviría para reconectar ciertas líneas que se habían roto.

    Esa tarde de sábado de mediados de la primera década de los 2000, pasó a buscarme a mi casa en la colonia 10 de Mayo su vocho azul marino. En el camino al Infonavit Humaya recogeríamos a otros tres de sus amigos .

    La fiesta del Junior, un joven de gran estatura y fortaleza, tuvo como sede la zona de estacionamiento del coto en que vivía, pero en algún momento por la cantidad de invitados se extendió a toda la calle.

    Había una bocina que salía de afuera de su casa con música a todo volumen, algunos bailaban y otros estábamos sentados en las mesas, esperando la cena y el pastel.

    La estridencia de la música hacía difícil mantener una charla, y era desesperante, porque todos teníamos tiempo sin vernos.

    Cuando la calle se cerró, con la ayuda de otro carro que se atravesó en la vía, volvió a querer parar por el lugar un joven vecino.

    No era muy difícil percatarse que su intención era molestar, porque podía regresar, dar la vuelta y llegar a su casa unos metros más arriba por la calle siguiente.

    Pero fue insistente en pasar por ahí haciendo tocar su claxon con mucha insistencia.

    Esta era la cuarta vez que llegaba a querer pasar, incluso antes ya habían movido un carro que se había atravesado para que pasara.

    La situación en medio de la música, la bulla de la fiesta y el claxon del provocador, me hizo recordar una plática que el entonces cronista de Culiacán, don Adrián García Cortés, nos había dado unos meses atrás, en la que destacaba cómo el ruido puede ser un factor para provocar la violencia.

    En la charla explicaba que había tenido acceso a estudios que señalaban que la estridencia sonora en Culiacán rebasa los 85 decibeles.

    “... medida que anuncia ya molestias auditivas, pero que son el común en la calle, en los camiones, en los restaurantes, en las fiestas populares, en los mítines políticos y, ¡no se diga!, en espectaculares y muy de moda antros donde, además del ruido superior a los 110 decibeles, se añaden drogas, alcohol y esas fuentes luminosas que mediante sus rayos destellantes producen, también, daños oculares”, escribió también.

    “Del ruido de la calle nadie escapa; abundan los altoparlantes con que las casas comerciales quieren competir sus productos; los automotores añadidos de bocinas que ensordecen inmisericordemente en una sinfonía terrorífica que suele alcanzar hasta los 135 decibeles con daño irreversible del oído”.

    Luego nos mostró una escala con ejemplos creada por él mismo, que los 80 decibeles era equivalente a una calle ruidosa o una oficina de mecanografía.

    Que a los 90 se llegaba por bocinas de automóvil o una gran orquesta sinfónica.

    Que los 100 los alcanza una máquina de remachar o sirenas de vehículos de emergencia, los 110 un martinete neumático.

    A los 120 se llegaba a cinco metros de un motor a reacción o truenos fuertes y que los 130 decibeles son el umbral de la sensación dolorosa, un sonido que ya no se percibe.

    Don Adrián aseguró en ese momento que Culiacán era una ciudad de sordos y violentos.

    Que según el artículo 147 del reglamento de Culiacán, el nivel máximo permisible de emisión de ruido proveniente de fuentes fijas, es de 68 decibeles de las 06:00 a las 22:00 horas, y de 65 de las 22:00 a los 06:00 horas.

    El interés de mi primo y sus amigos por mi charla se interrumpió cuando el Junior solo comenzó con paso apresurado a la calle y se puso enfrente del vehículo.

    “¡Como chingas, hijo de tu puta madre!”, gritó.

    Al grito, como si fuera un dedo encendiendo un interruptor, le siguió una reacción del Junior de frenesí, pateando la defensa y parrilla del sedán oscuro y golpeando con el puño el cofre y los faros.

    “¡Cómo chingas, cómo chingas!”, repitió.

    La acción logró callar el claxon y la música.

    El provocador se bajó del vehículo y se quedó con la puerta abierta.

    “Vas a valer verga”, le gritó.

    En el momento también la música se calló y todos comenzaron a ponerse nerviosos por el inminente pleito.

    Y aunque el compa provocador se retiró de reversa, era cuestión de tiempo para que regresara.

    “Primo”, me dijo Antonio serio.

    “Si hay pleito, ni tú ni yo nos vamos a meter. No es cosa de nosotros”.

    Entendí que su prioridad era protegerme por ser su familiar y menor de edad, así como que también sus amigos estaban de acuerdo.

    Entonces llegó el momento: llegaron unos seis jóvenes, que después supe eran vecinos y conocidos del Junior, buscándolo.

    El cumpleañero no se escondió y comenzó a repartir chingazos, junto con otros de sus invitados.

    “Hey”, gritó mi primo, “¿aquél es el Chapo?”.

    Dijo refiriéndose a uno de los que llegó con nosotros en el vocho.

    El Chapo llegó para ayudar al Junior y golpeó a dos de los agresores, pero alguien lo sorprendió con un golpe por la espalda que lo mandó al suelo. Ahí lo estaban pateando.

    Cuando llegamos por él tenía una herida de cinco centímetros en la barbilla.

    Los agresores solo se hicieron para atrás.

    “Chingado, lo primero que les dije”, nos reclamó mi primo.

    Luego llegó el momento más épico, cuando el papá de Junior, quien ya estaba dormido, salió en camiseta interior, en boxers y con un bate de aluminio.

    El pleito escaló en un momento a niveles que podría haber personas gravemente heridas o incluso muertas.

    Juan, el papá de Junior, no usó el bate para golpear a alguien, pero si para amenazar.

    Y aunque los jóvenes decidieron retirarse, volvieron a lanzar otra amenaza.

    “Esto se va a arreglar a balazos y ustedes están entrados”, gritó uno de los peleoneros.

    Desde que llegamos, alguien había advertido que la zona era de alguien peligroso, que trabajaba para narcos y tenía sus operaciones en la zona, por eso a mi primo le preocupaba.

    Después del pleito, yo propuse retirarnos y llevar al Chapo a la Cruz Roja, pero para irnos debíamos pasar por el lugar donde estaban los agresores.

    “No, nos dijo el Junior, espérense a que no esté esa camioneta. Esa es del malandro”.

    Pasaron unos minutos más, vimos que la camioneta ya no estaba y reunimos algo de valor para ponernos en marcha.

    Nuestra buena suerte llegó hasta que llegamos al vocho, porque vimos que la camioneta iba llegando a la casa donde estaba antes y que algunos alertaban que nosotros ya nos íbamos.

    Mi primo arrancó el vocho y aceleró sin prender las luces, avanzó un par de calles y se metió a un monte por detrás de unos campos de beisbol, dio algunas vueltas y salió a la carretera internacional.

    Ahí ya prendió las luces y nos aseguramos que nadie nos seguía.

    En la Cruz Roja al Chapo le pusieron siete puntos.

    “Así que el sonido genera violencia ...”, dijo mi primo, mientras esperábamos que dieran de alta al herido.

    “¿Pues sí, qué loco, no?”, respondí.

    “No mames, si no hubiera pasado por esto, nunca lo hubiera pensado”, reflexionó.