“Nunca se eleva más alto un hombre que cuando ignora hacia dónde va”, dicen que dijo Oliver Cromwell, aquel personaje que supo elevarse con las mejores intenciones y que, hasta el día de su muerte, nunca supo muy bien hacia dónde iba.
El pasado 24 de julio, desde el Castillo de Chapultepec, se elevó el Presidente de México durante el discurso que ofreció a representantes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en el marco del aniversario del natalicio de Simón Bolívar. Aquel día, López Obrador señaló, sobre todo, tres cosas. La primera, que era momento “de hacer a un lado la disyuntiva de integrarnos a Estados Unidos o de oponernos en forma defensiva”. La segunda, que para lograrlo había que dialogar con “los gobernantes estadounidenses y convencerlos y persuadirlos de que una nueva relación entre los países de América es posible”. La tercera, que, en el espíritu de esa nueva relación, “no debe descartarse la sustitución de la Organización de los Estados Americanos (OEA) por un organismo verdaderamente autónomo...”. La prensa subrayó -quizás con razón- la mención a la OEA, pero pasó por alto la encrucijada que delineaba López Obrador en el que ha sido uno de los mejores discursos de su Presidencia.
El pasado sábado López Obrador volvió a elevarse. Esta vez lo hizo en Palacio Nacional durante el discurso inaugural de la IV Cumbre de la Celac. En esta ocasión, frente a otros líderes de la región, el Mandatario mexicano se refirió a esta Comunidad como el “principal instrumento” para “alcanzar el ideal de una integración económica con Estados Unidos y Canadá. Es decir, construir en el Continente Americano algo parecido a lo que fue la comunidad económica que dio origen a la actual unión europea”. El Presidente se eleva con sus palabras, pero ¿sabe hacia dónde va?
Ambos discursos se dan en el marco de la discusión general sobre el papel que debe jugar América Latina en el contexto de la disputa hegemónica que mantienen Estados Unidos y China. El Presidente López Obrador se elevó al entender el reto geopolítico que supone (y supondrá) para la región esta lucha; sin embargo, al apostar por el encumbramiento de la Celac como mecanismo para atender la disyuntiva corre -como Cromwell- el riesgo de perderse.
Quizás valga la pena comenzar por el principio. La Celac fue creada en 2010 con la intención de avanzar hacia procesos de integración regional entre países latinoamericanos y caribeños. En 2011 asistieron, a su primera cumbre (y se sentaron milagrosamente en una misma mesa) Felipe Calderón, Juan Manuel Santos, Hugo Chávez, Evo Morales y Cristina Kirchner. Ahí namás.
Los primeros cinco años de la Celac fueron de apogeo. La presidencia pro tempore de la misma se distribuyó de forma más o menos equitativa entre gobiernos de diferente signo ideológico y se logró que fuera el consenso -y no el disenso- el motor de su existencia. Esto terminó en 2015. Las crisis políticas en Venezuela y Colombia, la inefable intervención de la OEA en la elección en Bolivia de 2019 y el ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil rompieron el débil espíritu de concordia en el que descansaba la Celac. Poco a poco el organismo se fue volviendo irrelevante y un espacio de conflicto. A su cumbre de 2017 en República Dominicana apenas asistieron un puñado de jefes de gobierno y en los últimos años ni siquiera se logró concertar un encuentro entre jefes de estado de la región.
La Celac de hoy nada tiene que ver con la que imaginaron sus líderes hace una década. Es víctima de la polarización regional y está, para bien o para mal, inserta en un clivaje ideológico del que no puede escapar. Hoy por hoy, el apoyo o rechazo de cada país hacia la Celac depende en gran medida del signo ideológico del Presidente en turno. Asombra -por decir lo menos- que en su mayor momento de debilidad estructural haya quien piense que la Celac puede sustituir a la OEA.
Hoy celebramos que México, Perú y Argentina se apunten como los principales promotores de la Celac. Olvidamos, sin embargo, que solo ocupan el lugar abandonado por Brasil, Uruguay y Chile, ayer alineados a la izquierda y hoy ordenados en el núcleo conservador. Así, por ejemplo, el sábado escuchamos, en un triste espectáculo, al Presidente de Uruguay desdecir todo lo que sus dos últimos predecesores del Frente Amplio repitieron como verdadero durante tres lustros. Los presidentes de Colombia y Chile -cuarta y quinta economía en importancia en la región- no solo no viajaron a México, sino que enviaron como delegados, el primero, a una Ministra de Transportes que apenas abrió la boca y el segundo a un subsecretario de bajo perfil. Al hacerlo, Iván Duque y Sebastián Piñera dejaron ver lo mucho que les tiene sin cuidado lo que pase en la Celac. Brasil, por su parte, el país más grande de América, otrora gobernado por dos entusiastas promotores de la integración regional, dejó de ser miembro de la Celac desde hace dos años. Vaya, no hubo necesidad que Palacio Nacional gastara en intérprete traductor del portugués. ¿Puede haber integración regional sin Brasil a bordo? La pregunta duele precisamente por la crudeza de su respuesta.
La Celac de hoy solo puede ofrecer inestabilidad, sectarismo y división. Es presa de la extrema politización de la región y apenas deja espacios para la cooperación pragmática con los Estados Unidos -dinámica tan odiada como necesaria para nuestro País. Lo anterior no implica, por supuesto, romper una lanza en favor de la OEA: tampoco lo hace, por cierto, Luis Almagro quien no hace sino debilitar a la organización que preside cada vez que toca un micrófono. Por lo demás, no es un secreto que la OEA, al ser sobreviviente de la guerra fría, está estructuralmente impedida para hacer frente a los retos geopolíticos que impone la disputa comercial y política entre Beijing y Washington.
El Presidente de México se eleva y tiene razón al considerar que la OEA no ofrece respuestas adecuadas a la delicada tarea que supone construir una posición equidistante entre el acoplamiento comercial con Washington y la integración económica y política con el resto del subcontinente. Al mismo tiempo, sin embargo, al elegir a la Celac para salir de la encrucijada esbozada en sus discursos del Castillo de Chapultepec y Palacio Nacional, López Obrador parece haberse equivocado de vehículo: esperemos que sepa a dónde ir.
“Nunca se eleva más alto un hombre que cuando ignora hacia dónde va”, dicen que dijo Oliver Cromwell, aquel personaje que supo elevarse con las mejores intenciones y que, hasta el día de su muerte, nunca supo muy bien hacia dónde iba.
El pasado 24 de julio, desde el Castillo de Chapultepec, se elevó el Presidente de México durante el discurso que ofreció a representantes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en el marco del aniversario del natalicio de Simón Bolívar. Aquel día, López Obrador señaló, sobre todo, tres cosas. La primera, que era momento “de hacer a un lado la disyuntiva de integrarnos a Estados Unidos o de oponernos en forma defensiva”. La segunda, que para lograrlo había que dialogar con “los gobernantes estadounidenses y convencerlos y persuadirlos de que una nueva relación entre los países de América es posible”. La tercera, que, en el espíritu de esa nueva relación, “no debe descartarse la sustitución de la Organización de los Estados Americanos (OEA) por un organismo verdaderamente autónomo...”. La prensa subrayó -quizás con razón- la mención a la OEA, pero pasó por alto la encrucijada que delineaba López Obrador en el que ha sido uno de los mejores discursos de su Presidencia.
El pasado sábado López Obrador volvió a elevarse. Esta vez lo hizo en Palacio Nacional durante el discurso inaugural de la IV Cumbre de la Celac. En esta ocasión, frente a otros líderes de la región, el Mandatario mexicano se refirió a esta Comunidad como el “principal instrumento” para “alcanzar el ideal de una integración económica con Estados Unidos y Canadá. Es decir, construir en el Continente Americano algo parecido a lo que fue la comunidad económica que dio origen a la actual unión europea”. El Presidente se eleva con sus palabras, pero ¿sabe hacia dónde va?
Ambos discursos se dan en el marco de la discusión general sobre el papel que debe jugar América Latina en el contexto de la disputa hegemónica que mantienen Estados Unidos y China. El Presidente López Obrador se elevó al entender el reto geopolítico que supone (y supondrá) para la región esta lucha; sin embargo, al apostar por el encumbramiento de la Celac como mecanismo para atender la disyuntiva corre -como Cromwell- el riesgo de perderse.
Quizás valga la pena comenzar por el principio. La Celac fue creada en 2010 con la intención de avanzar hacia procesos de integración regional entre países latinoamericanos y caribeños. En 2011 asistieron, a su primera cumbre (y se sentaron milagrosamente en una misma mesa) Felipe Calderón, Juan Manuel Santos, Hugo Chávez, Evo Morales y Cristina Kirchner. Ahí namás.
Los primeros cinco años de la Celac fueron de apogeo. La presidencia pro tempore de la misma se distribuyó de forma más o menos equitativa entre gobiernos de diferente signo ideológico y se logró que fuera el consenso -y no el disenso- el motor de su existencia. Esto terminó en 2015. Las crisis políticas en Venezuela y Colombia, la inefable intervención de la OEA en la elección en Bolivia de 2019 y el ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil rompieron el débil espíritu de concordia en el que descansaba la Celac. Poco a poco el organismo se fue volviendo irrelevante y un espacio de conflicto. A su cumbre de 2017 en República Dominicana apenas asistieron un puñado de jefes de gobierno y en los últimos años ni siquiera se logró concertar un encuentro entre jefes de estado de la región.
La Celac de hoy nada tiene que ver con la que imaginaron sus líderes hace una década. Es víctima de la polarización regional y está, para bien o para mal, inserta en un clivaje ideológico del que no puede escapar. Hoy por hoy, el apoyo o rechazo de cada país hacia la Celac depende en gran medida del signo ideológico del Presidente en turno. Asombra -por decir lo menos- que en su mayor momento de debilidad estructural haya quien piense que la Celac puede sustituir a la OEA.
Hoy celebramos que México, Perú y Argentina se apunten como los principales promotores de la Celac. Olvidamos, sin embargo, que solo ocupan el lugar abandonado por Brasil, Uruguay y Chile, ayer alineados a la izquierda y hoy ordenados en el núcleo conservador. Así, por ejemplo, el sábado escuchamos, en un triste espectáculo, al Presidente de Uruguay desdecir todo lo que sus dos últimos predecesores del Frente Amplio repitieron como verdadero durante tres lustros. Los presidentes de Colombia y Chile -cuarta y quinta economía en importancia en la región- no solo no viajaron a México, sino que enviaron como delegados, el primero, a una Ministra de Transportes que apenas abrió la boca y el segundo a un subsecretario de bajo perfil. Al hacerlo, Iván Duque y Sebastián Piñera dejaron ver lo mucho que les tiene sin cuidado lo que pase en la Celac. Brasil, por su parte, el país más grande de América, otrora gobernado por dos entusiastas promotores de la integración regional, dejó de ser miembro de la Celac desde hace dos años. Vaya, no hubo necesidad que Palacio Nacional gastara en intérprete traductor del portugués. ¿Puede haber integración regional sin Brasil a bordo? La pregunta duele precisamente por la crudeza de su respuesta.
La Celac de hoy solo puede ofrecer inestabilidad, sectarismo y división. Es presa de la extrema politización de la región y apenas deja espacios para la cooperación pragmática con los Estados Unidos -dinámica tan odiada como necesaria para nuestro País. Lo anterior no implica, por supuesto, romper una lanza en favor de la OEA: tampoco lo hace, por cierto, Luis Almagro quien no hace sino debilitar a la organización que preside cada vez que toca un micrófono. Por lo demás, no es un secreto que la OEA, al ser sobreviviente de la guerra fría, está estructuralmente impedida para hacer frente a los retos geopolíticos que impone la disputa comercial y política entre Beijing y Washington.
El Presidente de México se eleva y tiene razón al considerar que la OEA no ofrece respuestas adecuadas a la delicada tarea que supone construir una posición equidistante entre el acoplamiento comercial con Washington y la integración económica y política con el resto del subcontinente. Al mismo tiempo, sin embargo, al elegir a la Celac para salir de la encrucijada esbozada en sus discursos del Castillo de Chapultepec y Palacio Nacional, López Obrador parece haberse equivocado de vehículo: esperemos que sepa a dónde ir.