@oscardelaborbol
SinEmbargo.MX
Existe una frontera entre lo propio y lo ajeno que separa dos conjuntos extremadamente desiguales: lo mío y lo otro. Esa desigualdad se debe a varias diferencias: lo mío siempre es, necesariamente, menor que lo ajeno; lo mío me resulta más amado o, para decirlo con toda claridad: nunca preferiría salvar a un extraño en vez de salvar a uno de los míos. Estos dos conjuntos son, a su vez, asimétricos porque, si uno es curioso, resulta más interesante lo ajeno que lo propio; lo ajeno es lo desconocido y, en cambio, lo mío es lo que ya conozco.
Inicialmente todo cuanto nos rodea es propio: estamos en el vientre materno donde el universo completo es ese ser del que formamos parte. Cuando nacemos aparece lo otro: el traumático afuera y, al cortarse el cordón umbilical, nuestra madre se vuelve nuestro primer otro: un otro sin embargo biológicamente familiar. Están también nuestros parientes alojados en un espacio al que aprendemos a reconocer como nuestro: la casa donde estamos con los nuestros. Afuera hay otras casas que son ajenas y otras personas que precisamente son los otros.
Con los nuestros nos liga la sangre y la convivencia: los nuestros integran el primer círculo de lo propio: la familia y, tarde o temprano, somos llevados a la fuerza a un espacio ajeno, externo, donde inicialmente todos son desconocidos, son otros. Y ahí, con el tiempo y la frecuentación vuelve a darse la familiaridad: aparecen los compañeros y, a veces, los amigos: los hermanos por elección.
Esta historia de una u otra manera la repetimos todos, pues la vida, nos guste o no, nos va llevando a lugares ajenos, a sitios nuevos donde al principio estamos rodeados por extraños con los que poco a poco vamos creando vínculos de proximidad, de afecto o de enemistad y con el tiempo termina por constituirse el conjunto de los míos: mis amigos, mis parientes, mis conocidos y, entre ellos, también míos: mis enemigos. Quisiéramos que estos últimos no formaran parte del mundo propio, que se fueran al mundo ajeno, a lo otro, a lo más alejado. Pero están ahí, pendientes de nosotros, aunque desearíamos tenerlos a la mayor distancia posible.
Ahora bien, lo mío, lo propio, lo de mi propiedad genera en nosotros el bienestar, pues en familia, con los amigos, en nuestra casa, en nuestros dominios nos sentimos seguros y tranquilos, y lo mismo ocurre con nuestras ideas, con lo que pensamos y creemos, con nuestras convicciones: nos gusta rodearnos de personas que son afines a nosotros, es más, a cierta altura de la vida desterramos a ciertos familiares, pues más allá del vínculo sanguíneo que pueda unirnos, preferimos no toparnos más con ellos. Cuando podemos elegir purgamos nuestro mundo y nos quedamos con lo propio, nos quedamos en un adentro donde somos el centro y todo gravita en torno de nosotros, de nuestras preferencias y gustos. Ahí sólo caben los míos y ahí, en lo propio, experimentamos la placidez, la tranquilidad, nos sentimos contentos, es decir, plenos.
Afuera están los otros: los desconocidos y los excluidos, con quienes no queremos entrar en contacto, y creemos que todo funcionará bien mientras no se acerquen. Sin embargo, como los míos no son yo, sino que pese a su semejanza conmigo no son nunca exactamente yo, surge en ellos, en cualquier momento, el otro en toda su otredad, y mi hermano, biológico o elegido, me dice: no. Y todo mi castillo amurallado, la fortaleza donde creía estar a salvo con mi egolatría, se resquebraja y descubro que no hay más que yo, que todo otro es irremediablemente siempre otro y que lo mío solo incluye a mi solitario yo.
Sólo con el tiempo llegamos a percatarnos de que ese yo solitario no es ajeno a los otros, pues el yo no se hace a sí mismo: yo no hice mi yo a solas, sino a partir de los otros. Y uno comprende que es un yo armado por todos, y es entonces cuando volvemos a encontrar la puerta de acceso al otro, pues el otro está en nosotros. Este juego de reapropiación y extrañamiento es, como todo juego, un ir y venir que nunca acaba.