Consumado ya el explaye carnavalero con el que vio coronada su tozudez el munícipe Luis Guillermo Benítez Torres, ahora late un intenso deseo en el sentido de que la realidad no le cobre a Mazatlán la factura traducida en una azarosa resaca pandémica que podría haber sido provocada por la transgresión multitudinaria que nulificó los protocolos de protección anti Covid durante los seis días de fiesta.
Por fortuna, hasta esta semana se extendía un esperanzador lapso que no acusó señales de alarma, y la ruta crítica de la pandemia en Sinaloa mantenía su tendencia a la baja, particularmente en el puerto que se había contemplado como la fuente de un posible y temido repunte de contagios. Es de esperar entonces que la saciada egolatría de un político no se vea coronada también con la pena y la incertidumbre de un pueblo.
Y hablando de presagios que por fortuna no cobraron presencia esta semana, con excepción de los desmanes registrados en Monterrey, destacó el inesperado desarrollo relativamente pacífico de la marcha conmemorativa del Día Internacional de la Mujer que, en la Ciudad de México, motivó a tender el acostumbrado blindaje en torno a los edificios y los monumentos emblemáticos que en años anteriores habían sido blanco de las violentas embestidas de la exacerbación vandálica infiltrada en esas manifestaciones femeniles.
Por cuanto a la presencia del usual desenfreno, uno de los sectores más vulnerables había sido el de las mujeres policías encargadas de mantener el orden en las movilizaciones femeniles. Pese a su identificación genérica, las uniformadas habían sido víctimas de agresiones, con saldo de dos dígitos por cuanto al índice de lesionadas. Esta vez se reportaron algunos casos, pero por encima de ello se impuso el espíritu incluyente de las manifestantes lo cual dio lugar a que en algunos tramos del recorrido las mujeres policías se integraran y participaran en la marcha.
El martes hubo expresiones agresivas con uso de artefactos inflamables contra las vallas protectoras del Palacio Nacional, pero el caso distó de alcanzar los registros de años anteriores. En cambio, las redes sociales difundieron videos en los que algunas manifestantes aparecen entregando flores a las mujeres policías en un gesto de evidente ánimo conciliatorio ante aquellas que, por razón natural, nunca debieron ser concebidas como enemigas.
La protesta masiva femenil no fue privativa de la Ciudad de México, y en Culiacán, como en muchas ciudades del País, se hizo sonora la voz de un sector que se siente históricamente marginado e injustamente denigrado, cuyos gritos demandantes de justicia han permanecido en el páramo de una espera congelada por la indiferencia, la omisión y la impunidad.
Pero si la masiva expresión feminista desplegó este año una evidente tendencia a la civilidad que debe prevalecer en todo acto multitudinario, el panorama se ensombreció ominosamente con las masacres registradas en San José de Gracia, Michoacán, y en Atlixco, Puebla, cuyos saldos suman alrededor de 20 asesinatos, que pudieran ser más, y los cuales se imputan como una venganza narca.
En esos oprobiosos hechos se presume la presencia letal del crimen organizado, que cobra víctimas entre la sociedad, pero en el lamentable y denigrante caso registrado en el estadio de futbol de Querétaro la irracionalidad se manifestó por parte de personas entre las cuales la única rivalidad aparente era la diferencia de los logos que en las camisetas exponían su identificación como integrantes de la porra o barra de alguno de los equipos de futbol que en cierto modo también fueron victimizados.
Sin embargo, la feroz barbarie que se desató en las gradas y se extendió a la cancha del estadio, apenas concebible mediante las escenas captadas y difundidas por las redes sociales, dan testimonio del increíble estallido de un enajenamiento que no tiene justificación en el fanatismo deportivo y que por fortuna no provocó un saldo mortal de indescriptible magnitud. Este caso, sin duda cala como un estigma que debe punzar como advertencia.