La actividad política ciudadana: reflexiones desde la violencia en Sinaloa
La reciente escalada de violencia en Sinaloa, marcada por los lamentables asesinatos de niños en Culiacán, ha conmocionado a la sociedad y planteado preguntas fundamentales sobre el papel de los ciudadanos en la construcción de una realidad más segura y equitativa. Este contexto nos obliga a reflexionar sobre nuestra relación con la actividad política y a cuestionar cómo nuestras acciones, u omisiones, contribuyen al estado actual de las cosas.
Los hechos recientes no son eventos aislados, sino síntomas de un tejido social profundamente dañado por décadas de desigualdad, corrupción y la falta de una visión colectiva orientada al bienestar común. Los asesinatos de niños, en particular, resaltan la ausencia de un sentido de protección hacia los sectores más vulnerables de nuestra sociedad y evidencian la urgencia de actuar. Sin embargo, esta acción no puede ni debe limitarse a demandas ocasionales o a reacciones pasajeras frente a la indignación. Es imperativo construir una participación ciudadana continua, consciente y comprometida.
En diversos contextos similares a Sinaloa, investigaciones sociales han demostrado que la participación activa de las comunidades puede transformar realidades adversas. Un ejemplo significativo proviene de Medellín, Colombia, una ciudad que logró reducir drásticamente los niveles de violencia mediante la combinación de políticas públicas inclusivas y una participación ciudadana decidida. Estrategias como el “Plan Integral de Seguridad y Convivencia” promovieron la educación, la cultura y el desarrollo urbano, generando un cambio en la percepción y la dinámica social de la ciudad. Estos esfuerzos destacan la importancia de un enfoque multidimensional donde la ciudadanía asume un rol protagónico.
La relación entre narcotráfico y sociedad en Colombia también ha sido objeto de estigmatización, afectando profundamente la psique de sus ciudadanos. Durante décadas, los colombianos fueron identificados internacionalmente como habitantes de un país marcado por la violencia y el narcotráfico. Sin embargo, movimientos sociales, artísticos y educativos han trabajado para cambiar esta narrativa, promoviendo una identidad basada en la resiliencia y el esfuerzo colectivo. Este cambio cultural, impulsado desde la base ciudadana, ofrece un modelo esperanzador para lugares como Sinaloa, donde las etiquetas negativas también han afectado la autoestima y la capacidad de organización social.
Involucrarse en la actividad política no se reduce al acto de votar cada tres o seis años. Implica también informarse, exigir transparencia y rendición de cuentas, y participar en espacios donde se toman decisiones que afectan a la colectividad.
Ante la magnitud de los desafíos que enfrentamos, es necesario un cambio profundo en la forma en que concebimos nuestra relación con el entorno político y social. Las comunidades organizadas son una de las herramientas más efectivas para impulsar el cambio. Juntas, las personas pueden demandar mejores servicios, seguridad y condiciones de vida.
Cada vez que permanecemos pasivos frente a la injusticia, nos convertimos, de manera indirecta, en cómplices de la perpetuación de la violencia y la desigualdad. La inacción legitima estas dinámicas y permite que el miedo y la desesperanza se conviertan en los principales factores de control social.
Los recientes eventos en Culiacán deben ser un punto de inflexión. No podemos permitir que la normalización de la violencia nos paralice o nos haga insensibles. La participación activa en la vida política y social es la herramienta más poderosa que tenemos para transformar nuestro entorno.
Es tiempo de repensar nuestras prioridades, de entender que la seguridad y el bienestar de nuestras comunidades también dependen de nuestra capacidad de unirnos, organizarnos y exigir el cambio. Sinaloa, y particularmente Culiacán, necesitan ciudadanos informados y comprometidos. El futuro de nuestras generaciones está en juego, y la responsabilidad de actuar es nuestra.