¿Qué tanto sabemos de la ética? O quizá la pregunta debería ser ¿qué tan éticos somos? Ciertamente es importante la pregunta, pues de nada sirve saber de ética si no la practicamos. Sin embargo, es necesario reflexionar en torno a ella para saber qué tan presente está en nuestras vidas.
En la ética encontramos la permanente aspiración de conocer y valorar el significado de la dignidad humana, el sentido de la vida, de libertad y de concebir un entendimiento común del bien y de la verdad como elementos de juicio que orienten nuestras conductas con nuestros semejantes. Aunque en la actualidad se ha puesto un específico y renovado énfasis en la relación con el medio ambiente, la naturaleza y los animales, especialmente domésticos.
Se conoce que la ética occidental tiene orígenes en la Grecia del Siglo V a. C. en la figura de los sofistas, filósofos reconocidos por su enseñanza a los jóvenes a través de la retórica como práctica de diálogo y debate de ideas, sobre el conocimiento necesario en sus relaciones y aspiraciones sociales que les permitiera forjar cualidades y aptitudes para posicionarse en su entorno social y político.
De ahí la importancia de la ética y el lenguaje, pues como afirma el filósofo Michael Lacroix, estamos inmersos en un mar de lenguaje hecho de palabras cuyo impacto puede ser positivo o negativo. Las palabras de cortesía, por ejemplo, pueden tener un impacto positivo moderado. Son esas palabras que garantizan los intercambios cotidianos como ‘buenos días’ o ‘gracias’. Pero también hay palabras que pueden sumirnos en un profundo abatimiento.
Esta reflexión sin duda adquiere vigencia hoy día, sobre todo en aquella generación de jóvenes que reducen su lenguaje a palabras que, sin tener un origen preciso, dan un significado cotidiano para referirse o expresar estados de ánimo, adjetivar situaciones, cosas o establecer relaciones de felonía y dominio que, con el paso del tiempo, distorsionan y reducen el lenguaje y significado de las palabras.
El caso de los jóvenes en Sinaloa, particularmente de la ciudad de Culiacán y más específicamente los conocidos como “buchones”, por su particular forma de hablar, determinan el tipo de relaciones que se establecen en los círculos sociales que frecuentan.
Sobre esta relación a través del lenguaje, Lacroix clasifica las palabras como tóxicas y benevolentes. Las tóxicas son ofensivas, burlescas, hieren con mordacidad, provocando resentimiento y deseo de venganza. En cambio, las benevolentes, son respetuosas, edificantes y suscitan la armonía en las relaciones humanas.
Quienes conocemos la forma de comunicarse de este sector emergente, sabemos que las palabras que más se utilizan son las que demeritan las relaciones humanas, pues a pesar de las cualidades de nobleza y justicia de la juventud, predomina el uso del “lenguaje tóxico” y con ello las relaciones de sometimiento, exclusión, discriminación y violencia, obteniendo a su vez convivencias sociales “toxicas”.
El lenguaje entonces es capaz de establecer comportamientos sociales. Para la filóloga María Martínez Lilora, investigar la lengua como comportamiento social nos permite no sólo comprender la estructura social sino también comprender la lengua, que es considerada como una actividad social que se desarrolla por medio de las funciones que realiza y por medio de las estructuras con las que expresa estas funciones, pues éstas se presentan como respuesta a la actividad social que demanda la sociedad.
Así encontramos una relación proporcional entre el lenguaje que predomina en los jóvenes y las actividades de nuestra sociedad. Lo cual para nadie resulta extraño asociar el lenguaje “buchón” con la “cultura del narco”. No obstante, como todo lo que sucede de manera constante, trae consigo consecuencias inevitables.
¿Y qué tiene que ver con todo esto la ética? Para este caso, como en todas las crisis sociales, la ética es indispensable para determinar la medida de las relaciones sociales, pues es resultado de una decisión personal que se relaciona directamente con nuestra conducta. Es decir, que cada uno decide cómo quiere vivir y qué consecuencias asumir con su comportamiento.
Y como es sabido, cada decisión está soportada por criterios de valor que definen lo que está bien y lo que está mal. Aquí la moral adquiere un papel relevante pues de ella obtenemos las normas sociales que influyen de manera poderosa en la conducta en los jóvenes.
Tenemos entonces tres graves problemas sociales que aún no se atienden de la manera más adecuada: la falta de comprensión sobre valores morales socialmente convenientes, la distorsión del lenguaje y la ausencia de decisiones éticas en los jóvenes.
De las carencias más preocupantes en la formación de la juventud, están la disminución de referentes éticos y morales, su poca o casi nula capacidad para procesar el pensamiento crítico y su falta de orientación vocacional para reflexionar sus decisiones.
Somos la totalidad de las personas y experiencias que hemos vivido, pero también la medida de nuestra capacidad para pensar y reflexionar lo que elegimos. Lo que sucede en las calles con los jóvenes, no es un hecho fortuito, es el resultado de un comportamiento colectivo del que todos formamos parte.
Hasta aquí mis reflexiones, los espero en este espacio el próximo martes.