Juan Velásquez, in memoriam

ANTE NOTARIO
30/10/2024 04:02
    A veces tenía la fortuna de cruzarme a Juan Velásquez justo en la esquina. Sentía una gran fascinación cuando lo veía, me saludaba y observaba sus expresiones con detenimiento. Aún no lo tenía como maestro. Pero conocía, por la prensa, sobre sus casos (‘El Negro’, Durazo, Raúl Salinas). Era ‘El abogado del diablo’. Así se le bautizó por los columnistas.

    En 1998, en la clase de Derecho Procesal Penal lo tuve como maestro. En realidad, lo escogí, no fue azaroso. En el ITAM los estudiantes pueden elegir, en ocasiones, de entre varios profesores con quien cursar determinada materia. Los mejores promedios tienen derecho a elegir antes, de tal manera que los grupos de los profesores “más cotizados” se llenan más pronto. Así, al iniciar el semestre, días antes, había que estar listo en el auditorio Raúl Baillères, a la hora que te asignaban.

    Para mí fue el quinto semestre de la carrera (enero -junio de 1998). Terminadas las vacaciones decembrinas, después de unos días con mi familia (aún completa) en Mazatlán -cuando mis padres aún residían en la casa ubicada en Mariano Escobedo 122 poniente, a media cuadra de mi parque de diversiones de la infancia, Olas Altas- regresé a inicios de año a mi cuarto que rentaba dentro de una casa ubicada en Gómez Farías -una empedrada de San Ángel- cómodamente a unos pasos del ITAM.

    Viendo en el Google Maps, observo un triángulo que se forma entre las calles Río Hondo (donde está el ITAM), callejón San Antonio esquina con Licenciado (donde el maestro Juan Velásquez tenía su casa) y Gómez Farías. Con frecuencia lo veía caminando, bien vestido, siempre sin corbata, pero con una elegancia sencilla: recuerdo una chamara de gamuza café (probablemente Hermès), y sus pantalones a la cintura sin presillas. Zapatos impecables, siempre. Lucía delgado, fuerte, daba la impresión que hacía algún tipo de ejercicio. Le gustaba tomar el sol, se le notaba en el color de la piel de su rostro.

    Mañanas frías de San Ángel. No podía esperar el momento para que mi “reclusión académica” se terminara y regresar al calor tropical de Mazatlán. Mientras me preparaba para salir, escuchaba en ocasiones las noticias (lo mismo de siempre) y en otras ponía el disco compacto que en 1996 me había regalado mi madre con las canciones de “Hombre” y “Vive”, de Napoleón. La estimulación estaba presente con llamados elocuentes: “no seas casi mar ni casi río”, “dale vida a tu esperanza”, “no interrumpas tu jornada”; de la segunda, “vive feliz ahora mientras puedes”, “siente correr la sangre por tus venas”, “siembra tu tierra y ponte a trabajar”, “deja volar libre tu pensamiento”, “del cielo nada te caerá”... entre otras.

    Sabía que los martes y jueves, el abogado pasaría caminando temprano (6:55 am) -cuando no iba en su Grand Marquis, por las lluvias- desde su calle subiendo hacia Gómez Farías y luego hacia Río Hondo. A veces tenía la fortuna de cruzármelo justo en la esquina. Sentía una gran fascinación cuando lo veía, me saludaba y observaba sus expresiones con detenimiento. Aún no lo tenía como maestro. Pero conocía, por la prensa, sobre sus casos (“El Negro” Durazo, Raúl Salinas). Era “El abogado del diablo”. Así se le bautizó por los columnistas. Analizaba sus movimientos y sus gestos con detalle.

    Una vez caminamos juntos. Más de media cuadra hasta llegar a las escaleras de la entrada principal. En ese lapso, fugaz, me preguntó que de dónde era y qué estudiaba. Me dijo: “al terminar la carrera, váyase de aquí. Regrese a su tierra. Me encanta Mazatlán. Mire, me señaló una cicatriz en su pómulo: esto fue cáncer de piel. Sí da. Hay que protegerse del sol”.

    Inició el semestre, fui el primero en llegar al salón. Me tomaba 5 minutos desde que salía de mi “celda” hasta que subía de prisa al aula. Con saco, sin corbata, sin cinturón, con unos lentes sin marco, peinado hacia atrás (aún húmedo o con gel). Nos observó como conteniendo una sonrisa. “Yo soy Juan. Así a secas”. Si alguien quiere preguntar algo, sólo diga “Juan”. Así que, todos sorprendidos por el nivel del personaje, guardábamos el silencio que implicaba estar frente al mismísimo “abogado del diablo”.

    Atendió su clase puntualmente. A una de mis compañeras le asignó pasar lista cada mañana, mientras él la observaba detenidamente. Yatsuko Hosaka -a quien no he visto en años-, Juan le dijo “qué bonito nombre tienes”. Y acto seguido iniciaba con la narrativa de sus clases en las que nos contaba cómo estudiaba sus asuntos, la manera en la que había que redactar escritos, las formas de comunicación con las distintas autoridades, la importancia de la lectura (extra jurídica) y de cómo con una coma se gana o se pierde un caso.

    Con los ministerios públicos y su policía judicial cómo no vamos a ganarles, lo decía con satisfacción -por haber evitado que sus defendidos pasaran tiempo en la cárcel- pero a la vez con pesar. Sabía que ahí residía el núcleo del problema de la impunidad. Si las cárceles están llenas de inocentes y pobres se debe a que no hay acceso a la justicia, las defensorías públicas no tienen la capacidad de atender todos los casos. “En este lugar maldito, donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza”, dejó escrito Revueltas en su celda del Palacio Negro de Lecumberri y Juan nos lo platicó con lujo de detalle.

    La Suprema Corte y el Ejército, lo decía, eran las instituciones centrales para México. Había que preservarlas. Mientras que los delincuentes estén dentro de las policías, los delitos no van a disminuir. Nos mostró un folder que tenía una colección de recortes periodísticos con cabezas como éstas: “banda de ex policías secuestran a empresario”, “policías roban y huyen”, “mujer violada por su marido judicial”, “se roban valores de la oficina de la policía judicial”...

    El día del examen oral final llegó. No todos durmieron bien. Ese sábado, recuerdo muy fresco, quizá con probabilidad de lluvia, para mí era un día más. Nunca me desvelé estudiando. Así que me alisté e inicié mi caminata, repasando mentalmente todo lo aprendido. Ya en el tercer piso, las lociones y perfumes se percibían... todos formados en orden como fuimos llegando. Cuando hizo su arribo Juan no traía, como era su costumbre, salvo lo indispensable, una pluma y una hoja. Nos analizó detenidamente sin detener su paso. Traía un pantalón de mezclilla impecable, una camisa blanca y una chamarra de piel café, la que referí antes.

    Cuando llegó hasta adelante justo antes de la puerta del salón, me dijo: “¿por qué no viene con traje como los demás?”. No tengo traje ni me gusta, además es sábado, le dije. Mire, ya váyase, tiene un 10. “No sé por qué todos los demás vienen de traje, qué ridículos”, comentó.

    A Juan lo encontré caminando hacia la escuela los siguientes dos años. Las notas de prensa y conferencias que ha dado y que están disponibles las he visto en repetidas ocasiones. Lo saludé en el Centro de Convenciones de Mazatlán, hace unos años. En una entrevista lo escuché decir que a él nadie lo iba a recordar cuando muriera. Ahí se equivocó el mejor abogado defensor contemporáneo. Su memoria es perenne.

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    @AnteNotario