José Luis Franco, el escritor sinaloense

EL OCTAVO DÍA
    La obra de José Luis Franco, el narrador, ahí está en espera de su revaloración y merecida reedición. No sólo es un ferviente testimonio de su momento, sino que su visión satírica e irreverente se aproxima mucho al lenguaje que vemos hoy en las redes sociales y el periodismo incisivo.

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    Durante su trayectoria literaria, el recientemente fallecido escritor José Luis Franco esgrimió una prosa heredera de autores directos y vivenciales como Jorge Ibargüengoitia, Alfredo Bryce Echenique y Enrique Jardiel Poncela, por mencionar a la trinidad más intrínseca a su obra.

    A diferencia de otros autores, que reniegan y ocultan sus influencias literarias hasta llegar al paroxismo parricida, Franco reconocía su deuda permanente y continua con los autores mencionados; incluso como una forma de iniciar la conversación: otros escritores mencionan sus influencias más que nada para lucirse o evitar confesar de dónde provienen sus fuegos secretos.

    Por ejemplo, aún no es hora que encontremos la influencia que García Márquez presumía de Virginia Woolf o Francisco Petrarca.

    Más allá de las referencias librescas, la obra de José Luis Franco insistía en mantener una especial conversación con el lector, a partir del humor, la ironía y el sarcasmo, elementos que suelen confundirse y era el motor interno de sus motivaciones.

    Alguna vez, el amigo común y excelente lector Luis Homero Lavin, hizo una lista de los temas recurrentes en el periodismo crítico que ejercía Pepe Franco: el Teatro Ángela Peralta cuando estaba en ruinas, la figura de Antonio Haas, el carnaval, el paseo Olas Altas y las referencias a las bebidas ambarinas, elementos muy mazatlecos en los años ochenta. Yo tenía 18 años cuando se lo escuché y cometí la falaz imprudencia de decírselo, lo cual tomó con humor y sana autocrítica.

    En la trasnochada crítica local, le decían en su momento era que él hacía siempre sus prosas en primera persona, algo de esperarse en un autor tan personalísimo y que podía ser él mismo el personaje, usando la máscara y la ventriloquía.

    (De hecho, en el suplemento de Mario Martini que se publicaba en Noroeste en los ochenta, seguido publicaba con seudónimos que sólo los muy allegados identificaban, como Roque Latripa y Shiram de la Fontana, este último usado para destrozar las obras de teatro musicales, que hacían los aficionados de la High Clase patasalada, en el Teatro del IMSS, hoy Antonio Haas, quien dirigió algunas).

    Él respondió a esa crítica con un cuento magistral en segunda persona: “Todo en orden”, un relato de prosa suave, ambientada en alcoba y con el diálogo de un matrimonio en rutina que decide experimentar algo nuevo. Este cuento fue muy celebrado y fue una forma de decir que si él quería, podría hacerlo como los otros, pero no se sentía cómodo en ese tipo de prosa porque le parecía impostada. Lo suyo tenía que ser visceral e inmediato.

    Su primer libro, “¿Quién habita el Ángela Peralta?”, fue provocador porque apareció cuando dicho teatro estaba en ruinas y existía una inquietud por revivirlo. Pepe Franco hizo una serie de críticas inventiva e invectivas a las que, para él, eran versiones snob de ese rescate, una historieta Ibargüengoitiana tipo “Estas ruinas que ves”, novela que me consta que él no había leído entonces, ya que yo se la presté más adelante, cuando la reeditó Joaquín Mortiz.

    Ya para 1987 publicaría su novela más compleja “Las memorias desparpajadas de Roque Latripa”, retomando el seudónimo que usaba en una de sus columnas.

    Debo añadir una novela previa, inconclusa que publicó por entregas en un diario local, medio en broma y medio en serio, titulada “Memorias de un dinosaurio mazatleco”. Algunas partes de esta historia las canibalizó en el libro ya mencionado anteriormente. Creo que eliminó las partes menos afortunadas de manera correcta... me parece recordar que ahí el personaje de Roque tenía relaciones amistosas con un extraterrestre, llamado Ucramón, a semejanza del Gassú de Pedro Picapiedra.

    Más adelante, su sentido autocrítico y la necesidad de ganarse la vida le hicieron enmudecer. Inició una novela fársica sobre los juegos florales de carnaval que no concluyó y, según nos anunció, había perdido a mitad de los 90 en una apocalipsis local de su computadora.

    Destaco muy especialmente un libro secreto, que hizo en coautoría con el señor Jesús Ernesto Gómez Rubio, las memorias tituladas “Mi viejo Mazatlán”, larga entrevista que se convirtió en un interesante testimonio de una vida en la ciudad. A ese libro le puso especial cariño y y logró tener una relación de tipo paternal con el empresario mazatleco, devoto de la cultura quien mantenía un récord de haber participado, creo, en 50 carnavales consecutivos.

    Tarde, después de los 35 años, descubrió su vocación como profesor de literatura en la Escuela de Ciencias Sociales y la promoción cultural, donde se inició con la influencia de Juan Manuel Gómez Sánchez en la universidad y Raúl Rico en Codetur.

    Esto último lo mencionó cuando recibió un reconocimiento a la labor artística y cultural por el Gobierno del Estado. Vale la pena recordar que también recibió dos premios estatales de periodismo cultural.

    La obra de José Luis Franco, el narrador, ahí está en espera de su revaloración y merecida reedición. No sólo es un ferviente testimonio de su momento, sino que su visión satírica e irreverente se aproxima mucho al lenguaje que vemos hoy en las redes sociales y el periodismo incisivo.

    Quizás algunos detalles que eran permisibles en su época, como comentarios muy masculinos, hagan roncha en un lector educado en la políticamente correcto, así que el mayor homenaje va a ser también leerlo en su tiempo y circunstancia, como clamaba, en una frase máxima, don José Ortega y Gasset.