Nos acercamos a las elecciones con instituciones incompletas y débiles. Nos fijamos en la torpeza o los aciertos de los jugadores, pero no nos damos cuenta de que el árbitro cojea y que los abanderados dejan de ver el juego porque están peleando entre sí.
El espectáculo que hemos visto recientemente en el tribunal electoral es preocupante. Vale la pena detenerse en la función de ese juzgado porque ahí descansa la última voz en materia electoral. Al final del día, el tribunal entrega la carta de victoria. Después de la palabra del tribunal, no hay nada. Por eso se trata, en realidad, del supremo tribunal electoral. Deberíamos ver en ese juzgado el ejemplo máximo del aplomo institucional, de la serenidad legal. Ahí debería residir una ecuanimidad que dé confianza al país. Pero, desde hace tiempo, es un hervidero de rencores, una corte de conspiradores que maquinan formas de trepar tirando a los que están arriba. Desde hace tiempo los magistrados riñen en público para arrebatarse puestos. No hablo, por supuesto de los desacuerdos naturales que hay en todo órgano colegiado. Me refiero a los pleitos por la titularidad del tribunal que la semana pasada llegaron a un extremo bochornoso. Tres magistrados decidieron desairar un evento solemne del Tribunal y exhibir públicamente su grosería. Mientras el titular del tribunal rendía su informe ante la Suprema Corte, los disidentes se mostraban desayunando risueños.
La insolencia de los discrepantes no es mera descortesía: es una burla de su cargo y una agresión al tribunal que representan. Quienes tienen bajo su responsabilidad el cuidado del prestigio y aún de la legitimidad de un juzgado, conspiran para tirarlos a la basura. Se entiende la formación de bloques al interior de un tribunal, es natural que se formen afinidades dentro de un colegiado. Lo que no es admisible es la atmósfera de perpetua conspiración que se vive dentro de ese órgano. Lo que no es aceptable es que las rivalidades dentro de un tribunal se exhiban para llevarse en el desplante la respetabilidad del órgano. El tribunal electoral se convirtió en una caja de alacranes.
La indolencia del régimen agrava la crisis. A la mayoría gobernante no le interesa tener un tribunal electoral íntegro. Ha maniobrado de muchas maneras para ahogar y para desacreditar a los órganos constitucionales. El tribunal electoral, como muchos otros órganos con los que el Presidente tiene pleito, está incompleto. No parece estar en la agenda el cumplir el deber de renovar puntualmente los órganos del poder. Esa ha sido una de las estrategias de debilitamiento institucional a las que ha recurrido el régimen: dejar plazas vacantes en los órganos constitucionales. Incumplir la obligación de proponer y de nombrar funcionarios idóneos para los puestos que requiere la plataforma de neutralidad democrática. Tribunales, órganos, comisiones, institutos, incompletos al punto de ser incapaces de sesionar y cumplir con sus funciones.
Si es preocupante lo que sucede en el tribunal electoral, también inquieta la falta de conducción dentro del instituto electoral. El INE no ha logrado consumar su renovación tras el cambio en la presidencia del consejo y la llegada de nuevos ocupantes de la herradura. La ganadora del sorteo que decidió la presidencia de INE no ha logrado construir el acuerdo indispensable para llenar en plena forma las plazas que le dan movimiento al instituto. El INE no es un órgano unipersonal. La presidencia necesita cultivar acuerdos con sus colegas. Sin disposición o sin capacidad de diálogo, la autoridad de la presidencia del INE es nula. Posiciones tan importantes como la Secretaría Ejecutiva han sido encomendadas provisionalmente a una encargada del despacho. La Junta Ejecutiva, esa estructura que le da complexión al árbitro, está llena de interinatos porque la presidenta no ha propuesto figuras que conciten la adhesión del Consejo General. Así, vamos a la elección con instituciones truncas.
Lo que resulta democráticamente alarmante es el escenario ideal para el régimen. Autoridades en pleito consigo mismas, instituciones que replican la política más ramplona, órganos incapaces de procesar su pluralidad para encontrar los acuerdos debidos. En Palacio Nacional, alguien sonríe.