La conducta humana a diferencia de la animal es muy compleja. Los animales son de algún modo predecibles, pues su comportamiento está prácticamente motivado por sus instintos. En el caso de la especie animal denominada homo sapiens los instintos subsisten, pero están tamizados por la civilización y la cultura. Esto implica que nuestra estancia en la sociedad, en ese marco de referencias donde nacemos y crecemos, va inculcando, interiorizando en nosotros, ciertos saberes, ciertos valores, ciertos principios y unas reglas morales que impiden que nuestra conducta sea una mera reacción instintiva. Nuestra inserción en la sociedad nos humaniza.
Los individuos de la especie homo sapiens, es sabido, comparten con los chimpancés aproximadamente el 99 por ciento del ADN, por lo que podríamos considerar a estos y a los bonobos nuestros primos dada la enorme similitud que existe entre nuestros genomas. Y una prueba de ello es que cuando un miembro de la especie homo sapiens crece al margen de las relaciones sociales deviene en un individuo feral, cuya principal diferencia con los monos es su condición lampiña.
Sin embargo -y esto, por muy simpatizantes que seamos de los animales, salta a la vista- hay un abismo de diferencias entre un chimpancé y un ser humano, diferencias que, en mi opinión, no pueden deberse solamente al 1.2 por ciento que distingue nuestro ADN de los chimpancés. Estas diferencias las produce la sociedad, es en ella donde aprendemos a mantenernos y caminar erguidos, donde aprendemos el lenguaje, los valores, los ideales. En una palabra, es en la sociedad -con todo lo que ello implica, libros, escuelas, medios de comunicación, religiones, cosmovisiones, mitos...- donde pasamos a ser propiamente seres humanos y no una mera colección de homo sapiens. Gracias a algo que ocurre en la sociedad de manera formal, informal y no formal es que llegamos a ser lo que somos: la educación. Esto lo sabemos desde Heráclito, para quien la educación era la gran clave: “un segundo sol para los educandos”.
Somos individuos enormemente complejos: el mundo humano abarca asuntos tan intangibles como los ideales, objetos tan extraños como las obras de arte, y también acciones de una crueldad que llamamos inhumana (pero que solo los seres humanos somos capaces de alcanzar en esos extremos) y asimismo, por qué no mencionarlo, sentimientos de un altruismo que podríamos calificar de angelical; nadie más, ningún otro ser vivo, hace ciencia, política; ningún otro atesora riquezas hasta el delirio, ni se abisma hasta la zona más insignificante de lo pequeño para desentrañar la naturaleza de lo cuántico. Todo esto y un etcétera infinito habla de la complejidad que somos, de lo que nos distingue del resto de los seres vivos y todo ello, insisto, es resultado de la educación que a través de todas sus vías llega a nosotros y nos forma.
Por todo esto, algo grave pasa cuando un grupo de seres humanos adopta una conducta ahumana, no inhumana, sino ahumana. Algo grave pasa en la sociedad, en la educación, en lo que hacemos y no hacemos entre todos; algo falla en la familia, en los medios, en el Estado, en las escuelas... que estamos “formando” individuos dotados con un mínimo de lenguaje, con habilidades apenas suficientes para activar aparatos electrónicos o echar andar máquinas y automóviles, pero nada más, insisto: nada más.