Franz Kafka y el siglo que predijo

EL OCTAVO DÍA
    El mundo moderno es un torbellino de fantasmas que se tropieza con humanos en movimiento, a pesar de que nos mantengamos fijos ante una pantalla. Entre lo animal y la máquina, lo humano es una ráfaga que se pierde. Una cifra o un insecto, como los más perfectos personajes de Kafka.

    Esta semana se cumplieron cien años del fallecimiento de Franz Kafka, poderoso escritor de origen judío nacido en el imperio Austro-Húngaro, quien tuvo una vida breve e intensa y, con sus pocos escritos, cambió la escritura del Siglo 20 y lo que sigue.

    Aunque murió en junio de 1924, sus temas dan la idea de que viviera todas las cadenas de su naciente centuria. La deshumanización social; el ser tratado cómo objeto por tus patrones, compañeros y dirigentes; la incomprensión del destino y ver cómo de repente tu vida cambia de golpe de manera inexplicable e irrebatible.

    Lo otro fue usar la fantasía de manera directa, ajena a las leyendas y la fantasía infantil, en tramas totalmente lógicas, salvo ese detalle.

    Gabriel García Márquez, no se cansa de decir que él se volvió escritor en 1952 ante la primera frase de La metamorfosis: “Una mañana, luego de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró convertido en un horrible insecto”.

    García Márquez dice que casi cayó de la cama al ver que se podían contar cosas así. Al instante comenzó a publicar cuentos fantásticos, narrados con la misma cara de palo que usaba su abuela para hablar con los muertos. Ahí surgió “Cien años de soledad”, el don Quijote moderno.

    Aunque Kafka escribió en alemán y nació en Praga, capital de Bohemia, siempre nos lo vendieron como checo, pese que a su nacimiento no existía Checoeslovaquia y ahorita ese país, hijo inesperado del Tratado de Versalles que deseaba castigar a Austria y Alemania, tampoco ya existe.

    Kafka murió joven, víctima de la tuberculosis; el infame bloque aliado posterior a la I Guerra Mundial aceleró su agonía, denuncia Edwin Muir, su imparcial biógrafo inglés. Nunca publicó en vida. Es el Van Gogh de los narradores. La historia es clásica: pidió a Max Brod que quemara sus textos y, afortunadamente, él desobedeció entregándonos una de las más consistentes pesadillas literarias.

    Kafka, anónimo empleado de seguros, no estaba posando: sabía que sus manuscritos eran pesimistas como su propia vida y no quería dejarle a la humanidad un mensaje tan deprimente; aspiraba a crear otro tipo de obra, que quizás aún no estaba clara en su mente y, lo que llegó a nosotros, fue el repetido ensayo de un mismo tema, hecho que por su repetición no se vuelve vano en su caso, asevera Jorge Luis Borges.

    Sin embargo, aquí radica su genio. Su asunto es la lucha contra la realidad absurda y eso es ya un drama en cualquier parte del mundo. Como no pensaba en publicar, ni tampoco en el éxito, nos legó sinceras obras maestras. Humanas.

    Los comunistas checos no le hicieron mucho caso después de muerto y el estado de Israel lo hizo propio, ya que su amigo y albacea literaria Max Brod emigró hacia allá y desde ese punto inició el apostolado para difundir su obra. Hace poco pujaron millones para quedarse con el manuscrito original de “El proceso”.

    En “La metamorfosis”, un joven normal aparece convertido en insecto. No hay explicación, ni siquiera toques de magia negra. Simplemente se ha vuelto un escarabajo y la familia no sabe que hacer con él.

    Desde el inicio tiene problemas para levantarse de la cama, porque el caparazón y sus pequeñas patitas no le ayudan a maniobrar, como bien saben los niños que han puesto algún bicho boca arriba. La mamá le toca para que se vaya a la oficina. Escucha los ruidos de la familia, pero no puede abrir la puerta. Su vida ha desaparecido.

    La novela, corta e intensa, describe el desconcierto de la familia - vieneses de segundo piso, idénticos a los de cualquier hogar- y la lucha por acostumbrarse a vivir con la criatura en que se ha convertido su pariente. Vladimir Nabokov, destacado entomólogo, afirma que Samsa no una era cucaracha como asientan los distraídos traductores, debido a la descripción del horrible ser que describe Kafka.

    Así fue como esta breve vida y más breve novela marcaron una vasta parte de la literatura del Siglo 20. Los tres autores ya mencionados - García Márquez, Nabokov y Borges – son tres grandes de la palabra que reconocen su influencia.

    En una carta escrita a su novia a principios del Siglo 20 (“Escribir cartas es exponerse a los fantasmas”) Franz Kafka divide a los inventos humanos en dos ramales: máquinas de traslación y máquinas fantasmales. Las primeras, por supuesto, son vehículos como el automóvil, el avión, o el tranvía en su caso, si queremos darle a la cita un toque de época.

    Las máquinas que producen fantasmas serían la fotografía, el cine y el telégrafo: en contra de sus propósitos iniciales, según Kafka, éstas enrarecen la comunicación y la difuminan porque producen falsas extensiones de lo real y terminamos confundiendo el mensaje con el medio, tal como asumió en los setentas Marshall McLuhan.

    De esta manera, el mundo moderno es un torbellino de fantasmas que se tropieza con humanos en movimiento, a pesar de que nos mantengamos fijos ante una pantalla. Entre lo animal y la máquina, lo humano es una ráfaga que se pierde. Una cifra o un insecto, como los más perfectos personajes de Kafka.

    Franz Kafka, fallecido en el verano de 1924, es nuestro contemporáneo. Algo que sólo consiguen los verdaderos artistas. Su obra maestra puede leerse igual y con mayores simbolismos que cuando la tinta aun estaba fresca en sus manos. Bravo por él.

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