Profesor-Investigador del @CIDE_MX
@perezricart
SinEmbargo.MX
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Fentanilo y nearshoring: las dos palabras de moda. Las vemos en todos lados. La primera representa, además de un problema de salud pública, la causa de una potencial crisis diplomática con Estados Unidos. La segunda simboliza la última posibilidad de desarrollo a la que México busca aferrarse. Ambas palabras, sin embargo, van de la mano.
Nearshoring refiere a un modelo de deslocalización cercana. Procesos productivos que antes ocurrían lejos, ahora son transferidos a ubicaciones más próximas. El Covid-19 y las tensiones comerciales -y ahora militares- entre Estados Unidos y China pusieron en evidencia la fragilidad de las cadenas de suministro entre ambos países. La lección aprendida por las grandes empresas es la misma: hay que acercar la producción a los puntos de venta. La cercanía geográfica importa. ¿El gran ganador? México.
Lo entendieron todos: productores de semiconductores, autopartes, dispositivos médicos, electrónicos. Todos. También las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas sintéticas. El nearshoring vale para los buenos, y para los muy malos. Los mercados legales e ilegales son dos caras de la misma moneda. El fentanilo es el mejor ejemplo.
Durante muchos años, el fentanilo o sus precursores fueron enviados directamente desde China a Estados Unidos. México jugó un papel periférico, tangencial. El comercio se sostenía a partir de la existencia de miles de laboratorios que en el país asiático lograban sintetizar opioides a gran escala. Los envíos se escondían en el cúmulo de buques que todos los días anclaban en los puertos del oeste de Estados Unidos o por correo postal. El negocio funcionaba muy bien. Hasta que dejó de funcionar.
El Covid-19 lo detuvo todo. Por meses, largos meses, las cadenas de suministro se entorpecieron. Los barcos dejaron de anclar y los aviones de aterrizar. Lo que antes tardaba horas, comenzó a rezagarse por semanas. Y esa ventana de oportunidad la entendieron bien los grupos de tráfico de drogas en México.
Aquí un paréntesis: Quienes emprenden en mercados ilegales lo hacen bajo los mismos fundamentos que aquellos que lo hacen en la economía formal. Buscan diversificar sus ganancias, soluciones a largo plazo, posibilidades de innovar. Son capitalistas. Suelen ser racionales. El negocio del fentanilo lo tiene todo: con un poco de inversión en laboratorios y capacidades químicas puede abastecerse a un mercado hambriento. La crisis del Covid abrió una grieta en el negocio, la oportunidad de acercar la producción al país. Nearshoring.
El boom ha sido espectacular. En menos de dos años, México desplazó a China como centro de producción. La evidencia apunta a la proliferación de laboratorios clandestinos en los que se elabora fentanilo a mansalva. Basta un par de estadísticas para demostrarlo: si en 2019 se confiscaron 320 kilogramos de fentanilo, en 2021 fueron mil 852, un cambio porcentual de 480 por ciento. Medido en pastillas el incremento resulta más impresionante: de 8 mil confiscadas en 2017 a más de 4 millones en 2020.[1] Y la cresta de la ola está todavía por llegar.
La geografía de la economía mundial está en plena transformación. Los mercados legales y los ilegales participan en lógicas similares. Así como Tesla ve en México una opción para garantizar el suministro de partes para sus automóviles, los grupos dedicados al tráfico de drogas sintéticas ya comprendieron la posición privilegiada de nuestro país para asegurar el suministro de sus productos allende del Río Bravo. Lo extraño es que no fuera así, que los capitalistas dejaran de ser capitalistas.
La crisis del fentanilo está apenas por empezar. Los estragos se verán en dos áreas: el sector salud y el diplomático. Conviene que, lejos de minimizar el problema, desde el poder ejecutivo se desarrolle una estrategia integral para atajarlo, una política de Estado. Vamos tarde.
[1] Datos obtenidos a través de los informes de labores de la Secretaría de la Defensa Nacional.
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