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Nuestra Constitución, la de 1917, tiene más de 135 mil palabras. En ninguno de sus preceptos se incluyó la palabra “felicidad”, a diferencia de la Constitución gaditana (la de Cádiz, vigente en México, entre 1812 y 1814). En su artículo 13 disponía que la finalidad del Gobierno era la felicidad de la Nación, partiendo de la base de que toda sociedad política tiene como finalidad el bienestar de los individuos que la componen. Interesante fusión entre felicidad y bienestar, sobre todo para los actuales avances y en el constitucionalismo contemporáneo.
Con posterioridad a la de Cádiz, el artículo 24 de la Constitución de Apatzingán (1814, Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mejicana) establecía que la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consistía en un goce de igualdad, seguridad, propiedad, y libertad. Para tales efectos, disponía que “la íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas”.
En la Constitución de 1824, la palabra “felicidad” fue desterrada, dando paso en su lugar al establecimiento de la religión católica, apostólica y romana como la oficial. Dimos un giro, al transitar de la felicidad y el bienestar a la religión como principio basilar del Estado; aunque, luego, también de éste (afortunadamente) nos despojaríamos, con la separación Iglesia y Estado.
En el Semanario Judicial de la Federación, ya en la época constitucional en vigor, aparecen 9 registros de precedentes jurisprudenciales con la palabra “felicidad”. Su mayoría vinculadas con el derecho familiar, en temas como patria potestad, guardia y custodia de menores. Una de ellas, fuera de esas disciplinas, en el tema del petróleo, afirma en la parte que interesa y sólo para destacar el uso de la palabra, que “sostener lo contrario, sería tanto como admitir que la nación, se estructura con las taxativas que cada interés particular determina, y ello constituiría un valladar infranqueable al progreso, a la mejor convivencia y a la felicidad de un pueblo soberano”.
La felicidad se integra con un conjunto, ciertamente subjetivo, de elementos que conducen al bienestar personal, como bien lo anticipó la Constitución de Cadiz. Hoy sabemos que una buena dosis de salud, relaciones interpersonales y familiares, educación y vinculación con la política y la sociedad, son aspectos que le dan materia al bienestar y, por ende, a la felicidad.
No se necesita ser rico para ser feliz, por lo menos a ese nivel de análisis. ¿Pero se puede ser feliz sin un mínimo de bienestar? ¿Pueden ser felices quienes carecen, por ejemplo, de agua potable en sus casas, cuando además pagan impuestos? ¿Lo son quienes ven truncado su derecho a la salud por la falta de infraestructura pública? ¿Y quienes acuden a las escuelas públicas y lejos de aprender, desaprenden o adquieren conocimientos irrelevantes, obsoletos o comparativamente con otras escuelas inferiores? Haga Usted este ejercicio con otros derechos fundamentales, que tenemos todos con independencia de cualquier circunstancia o, por decirlo de alguna manera, del código postal.
Respecto de la riqueza personal, traigo a colación un hallazgo interesante: El profesor Richard Easterlin (1974, "Does Economic Growth Improve the Human Lot? ome Empirical Evidence") documentó que la felicidad tiene una relación con la riqueza personal (lo cual parece bastante evidente). Pero también observó (y esto sí se vuelve un hallazgo) que a nivel agregado ello no sucede: en los países ricos la felicidad no aumenta cuando se incrementa el producto interno bruto. Esta es la famosa paradoja de Easterlin.
Lo anterior parte de la base de que, al menos, las necesidades básicas están cubiertas en la mayor parte de la población (agua potable, salud, educación para todos). En lo que respecta a las políticas gubernamentales, una vez que las necesidades primarias están cubiertas, las medidas políticas deberían centrarse en aumentar la satisfacción de los individuos, actuando sobre la Felicidad Interna Bruta, y no en el crecimiento económico, medido por el Producto Interno Bruto.
Aquí es donde los buenos deseos de nuestro presidente AMLO no cazan. Primero hay que dar derechos en serio, a todos y de manera homogénea. La ruptura de la desigualdad requiere darse, con políticas de calado profundo, no con subsidios a la flojera y a la mediocridad, y luego construir el edificio de la felicidad. No al revés.
La felicidad no se construye desde el salón Tesorería a partir de frases chistosas o pegajosas, sino a través de un ejercicio responsable del gasto público y de una actuación profesional de toda la administración gubernamental, pasando por los municipios y terminando en la Federación.