La influencia determinante que tiene la evidencia (lo que vemos) para convencernos de que es cierta, de que es tal y como lo vemos, ha de ser puesta en duda si queremos hacer del pensar un medio eficaz no sólo para que el conocimiento avance, sino también para poner a salvo nuestra vida. Pensar, decíamos, es dudar de nuestras certezas y revisar nuestras evidencias.
Hay, sin embargo, un tipo de certezas que ni siquiera están fundadas en una evidencia —y me atrevería a decir que éstas forman el mayor porcentaje—. Me refiero a que muchas de nuestras convicciones están exclusivamente respaldadas por lo que se da por bueno en nuestro entorno. Así, repetimos lo mismo “verdades” que hemos aprendido en la escuela o que hemos encontrado en los libros o que nos han dicho nuestros padres o nuestros amigos, o que nos dicen los políticos o que aparecen machaconamente en los medios. No tenemos ninguna evidencia más allá de haberlo escuchado o leído, es decir, a trasmano: las consideramos certezas por la confianza que le tenemos a las fuentes de las que las obtenemos.
Es universal repetir que el agua es H2O, pero nadie lo ha comprobado por sí mismo y, sin embargo, lo creemos a pie juntillas ( por cierto que entre los cuatrillones de cuatrillones de moléculas de agua que hay en una alberca no es imposible que alguna sea H3O, es decir, agua ionizada), y todavía más, ni siquiera los químicos que tienen la evidencia de que El agua es H2O cuentan con una evidencia absoluta, es decir, no han revisado todas y cada una de las moléculas del agua que contienen todos los mares y todos los ríos y todo el planeta: analizan unas cuantas gotas y dan un salto inductivo: brincan de la experiencia concreta de unos cuantos casos a un juicio universal. ¿De dónde sacan esa confianza para asegurar que si ocurre en unos ocurrirá en todos? Pues de un principio metafísico que, también sin prueba absoluta, asegura que el mundo es un orden.
Somos extraordinariamente crédulos. Tenemos como certezas cuestiones que no nos constan y, en algunos casos, que no le constan a nadie: una de esas certezas tiene que ver con el Más allá y todo lo que creemos al respecto. Damos por cierto lo que nos dicta nuestra fe y no sólo respecto del Más allá, sino también del Más acá: estamos convencidos sin evidencia ninguna de nuestros juicios políticos, morales, estéticos… y vivimos con-fiados, o sea, con fe.
Resulta interesantísimo viajar porque uno descubre que las personas de otras geografías poseen certezas tan diferentes de las nuestras y tan infundadas como las nuestras. Lo que aquí es obvio para todos en asuntos morales no es obvio allá: nuestra idea de monogamia no coincide con la idea que tienen los esquimales o los marroquíes; ni los dioses de allá son los mismos que acá, ni nuestros juicios sobre la belleza o nuestra idea de lo que debe ser la vida… y, sin embargo, en lo que sí coincidimos todos es en estar ciegamente convencidos, es decir sin evidencias, de que lo propio es lo que es y lo que debe ser.
Y el viaje no necesariamente tiene que ser al extranjero, basta con visitar otro estado, otra delegación, cruzar a la acera de enfrente, salir de nuestro cuarto, encontrarnos con otro ser humano para comprobar que cada quien vive encerrado en su pequeño mundo de convicciones sin ninguna evidencia que las apoye.
Y mientras menor sea el número de evidencias en que se apoya una certeza mayor es la virulencia con la que se defiende. Pensar es también mostrar la falta de evidencia en que se apoyan las certezas.
¿Qué evidencias puede haber realmente cuando todo lo que vemos son representaciones en la conciencia? Representaciones que están segadas por el punto de vista, es decir, que dependen de nuestra edad, nuestro sexo, nuestra clase social, nuestra cultura o incultura, el idioma que hablamos, el puñado de palabras con las que hablamos o, dicho brevemente, por el individuo que somos.
Pensar es darse cuenta de la incurable relatividad de nuestras evidencias, y empleo “relatividad” deliberadamente, pues en un mundo de certezas tan encontradas, como en el que vivimos, parece sano que los distintos se relacionen, que se percaten del frágil apoyo de sus convicciones y admitan a los distintos, porque todos compartimos la misma falta de firmeza en nuestras evidencias. Pensar es desmoronar las certezas o, al menos, suprimir su violencia.
Twitter: @oscardelaborbol