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@rodolfodiazf
La esperanza y la utopía se encuentran firmemente engarzadas. Sin esperanza no se puede construir una utopía, y la utopía no puede surgir sin el condimento de la esperanza. Nos referimos a una esperanza activa. La auténtica esperanza no se reduce a un inánime esperar, sino a una ardiente vigilia.
El término utopía lo acuñó Tomás Moro en su obra “Sobre el mejor estado y la nueva isla Utopía, librito verdaderamente dorado, no menos festivo que provechoso”, escrita entre 1515 y 1516. Con este nuevo vocablo Moro designó un no lugar, es decir un estado ideal que aún no existe. Sin embargo, la fuerza revolucionaria del término gravita en su ideal, no existe aún pero sí puede existir. A partir del término utopía surgió su antónimo “distopía” o antiutopía.
El 9 de abril de 2003, el entonces Cardenal y Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, dirigió un mensaje educativo en el que invitó a construir el futuro sin recurrir a magias incidir en fatalistas destinos. “Lejos de ser un mero consuelo fantaseado, una alienación imaginaria, la utopía es una forma que la esperanza toma en una concreta situación histórica”, dijo.
Porque si bien el término “utopía” literalmente remite a algo que está “en ningún lugar”, algo que no existe de un modo localizable, no por eso apunta a una completa alienación respecto de la realidad histórica. Por el contrario, se plantea como un desarrollo posible, aunque por el momento imaginado. Anotemos este punto: algo que no existe aún, algo nuevo, pero hacia lo cual hay que dirigirse a partir de lo que hay. De ese modo, todas las utopías incluyen una descripción de una sociedad ideal, pero también un análisis de los mecanismos o estrategias que la podrían hacer posible”, agregó.
¿Construyo la utopía?