Recién ingresaba a la vida laboral cuando tuve la oportunidad de integrarme al equipo del IMPLAN en Culiacán bajo la dirección de Jimena Iracheta. Meses atrás, Perla Vega Medina (QEPD) y yo participamos en los foros de consulta para el Plan Maestro del Parque Las Riberas como jóvenes tesistas de maestría; ahora estaríamos del otro lado, ella en el Gobierno del Estado, yo en el Ayuntamiento; ambas gestionando recursos para proyectos de desarrollo urbano. Estábamos entusiasmadas; creíamos fielmente en la transformación de los entornos físicos para mejorar la vida de las personas.
Pronto nos dimos cuenta de las dificultades de la implementación de los proyectos de infraestructura, y en particular de lo precario de las finanzas; son innumerables las necesidades en las zonas urbanas históricamente excluidas, frente a los limitados recursos y las capacidades de los gobiernos, sin considerar lo que se desvía para otros fines o se malgasta. Con el equipo del IMPLAN, exploramos diversas vías para obtener recursos y apoyo técnico; Jimena Iracheta, y después Jorge Avilés, crearon un marco institucional flexible que nos permitió explorar y ser creativos. Así, aprovechamos los programas Hábitat, Rescate de Espacios Públicos, también partidas presupuestales del estado y del municipio para el diseño participativo y la intervención en parques, jardines, plazas y otros lugares que propiciarían la convivencia comunitaria. En el 2011 la gestión del Parque Las Riberas obtuvo el Premio Nacional de Buenas Prácticas Municipales, gracias al trabajo en equipo de Juan Carlos Rojo, Luis Carlos Lara, Susana Sarabia, Simei Cebreros, Alberto Medrano y otras compañeras (os).
No obstante, más allá del trabajo duro y los buenos deseos, aún con la intervención social en el mejoramiento de barrios, casi todos los espacios “rescatados” con recursos públicos en zonas con indicadores delictivos mantuvieron los mismos niveles de violencia. Incluso, algunos en el sur de la ciudad, ahora muy iluminados, eran aprovechados por grupos de la delincuencia como centros de operación, puntos de vigilancia y lugares de contacto para la trata de personas. Los espacios tenían uso, sobre todo por los jóvenes; pero no como esperábamos.
Las líderes de los comités vecinales nos llamaban a la oficina preocupadas por la situación. Frente a la solicitud, acudimos a las fuerzas del orden, incluso en una ocasión intercepté en un evento al entonces secretario de Seguridad Pública Estatal para presentarle los datos de tres espacios que nos alarmaban. Sobra decir que nada cambió. Los proyectos mejoraron la iluminación, se propició la presencia de “vigilantes naturales” (Jane Jacobs) y se construyeron espacios defendibles (Oscar Newman) con elementos en el diseño que revisó la Sedesol, como los que marcan los manuales de “Prevención del Crimen a través del Diseño Urbano” CPTED que promueve ONU Hábitat. No obstante, varios de los lugares rescatados seguían inseguros y, en poco tiempo, iniciaron un deterioro significativo.
Contrario a las iniciativas de gobierno, algo que sí funcionó fue la participación de la institución de asistencia privada Parques Alegres, mejor dicho: funcionó el trabajo de facilitadoras como la licenciada en Trabajo Social Isabel Jiménez Bórquez, quien acompañó a los liderazgos vecinales. Más allá de las inversiones en pasto sintético y clases de futbol, las mejores experiencias las tuvieron los parques donde se condujeron procesos de apropiación vecinal de la mano de profesionales que no pertenecían al gobierno. Los límites estuvieron en la falta de apoyo institucional y la desprotección ante el asecho del crimen.
La propuesta de prevenir la inseguridad en las ciudades a través del mejoramiento de la infraestructura se promueve desde organizaciones internacionales, y se plantea como la panacea entre algunos círculos académicos; principalmente entre grupos de urbanistas (muy poco entre investigadores de la violencia). Estos planteamientos siguen guiando la intervención pública urbana, después de más de treinta años de estudios empíricos que refutan las ventanas rotas y otras explicaciones parciales derivadas de las teorías ecológicas del crimen. Hoy sabemos que ofrecen soluciones limitadas, porque en sus interpretaciones simplifican la construcción de las violencias en y con el territorio.
Los espacios públicos contribuyen a la prevención de las violencias, por supuesto. También las intervenciones urbanas porque pueden incrementar la percepción de la seguridad e inhibir la comisión de ciertos delitos. No obstante, al hablar de espacios públicos seguros estamos perdiendo de vista el elemento más importante y que es difícil de generar desde la acción gubernamental: la interacción social armoniosa.
En el caso de los jóvenes, que son las principales víctimas y victimarios de las violencias en las ciudades mexicanas, el estudio de Arteaga, Alegría y Gayet (2016) nos da pistas importantes para comprender la relación entre seguridad y uso de los espacios públicos. A través del análisis de datos de la Encuesta Nacional de la Juventud, los autores observan la correlación entre la victimización y las actividades que realiza esta población en sus tiempos libres. Según concluyen, la victimización parece estar menos condicionada por el tiempo que emplean en espacios “fuera de su casa” y más condicionada por el uso que le dan y, sobre todo, el lugar que ocupa el joven en la estructura social. Es decir, los jóvenes no están más seguros o menos seguros en las calles y parques, su nivel de riesgo depende de su condición económica, los grupos con los que se relacionan y la actividad que realizan.
La seguridad de los jóvenes, y/o su rechazo al crimen, no está condicionada por porterías nuevas y pistas para bicicletas: más bien se conduce a través de las interacciones que se crean en el espacio, así sea en un campo llanero, una calle polvosa, o unas canchas de primer nivel. ¿Inciden las buenas condiciones de la infraestructura en un uso armonioso? ¿Condiciona el estado físico del lugar el comportamiento de los jóvenes? Para el caso de Culiacán, según lo que observamos, no necesariamente es así.
Eso que llaman desde los discursos “tejido social”, en realidad es un entramado de articulación local que difícilmente se conducirá desde las acciones federales, y para lo cual no hay manuales de diseño arquitectónico y urbanístico. La intervención en equipamiento es un elemento de inicio, pero es sólo uno entre muchos necesarios, y no es el más importante. Más que tabiques se requiere mucho talento humano; el trabajo de especialistas en sitio, con la comunidad. Para esto, es necesario fortalecer a los ayuntamientos en recursos, capacidades y transparencia: para que operen las policías de proximidad, clubes de arte y cultura, centros comunitarios, entre otros programas para la integración de los jóvenes que necesitan personal competente (local, insisto) y no tanto paredes. Se requieren sinergias entre la academia y organizaciones ciudadanas en trabajo interdisciplinario en sectores excluidos; entre otras tantas iniciativas que no pueden conducir los diseñadores urbanos en la federación que liderean la política de intervención en barrios.
Estimado lector, hace algunos años estas mismas reflexiones me llevaron a dar un paso personal: dejar la gestión de parques y mejoramiento de barrios, desde la burocracia, y emprender una carrera académica. En mi trabajo, ahora, intento comprender la construcción de las complejas violencias en y con el territorio... no es un camino fácil porque no hay soluciones sencillas.