"Escrituras desde adentro, una lectura de escape"
Se estima que cada 20 minutos se registra una víctima de homicidio doloso o feminicidio en México. Esta realidad de violencia en nuestro país tiene ya más de 20 años que recrudeció y no ha parado de aumentar y diversificarse. Se afirma que la violencia que hoy padecemos empezó con el tráfico de drogas y que su nivel de violencia y corrupción ha crecido con el crimen organizado, que su poderío criminal alcanza niveles equiparables a los del Estado Mexicano.
Así hemos vivido y padecido la violencia en México, entre la pérdida del asombro y la capacidad de indignarse en las redes, entre la conveniencia de fragmentar la defensa por la vida y las más elementales garantías individuales, a partir de la escisión entre mujeres y hombres, entre ricos y pobres, entre sicarios y ciudadanos, entre víctimas y victimarios. Nuestra realidad violenta cobra facturas sin excluir a nadie, resultado del silencio y simulación colectiva que observó temerosa, pasiva e impotente el incremento del crimen y la corrupta impunidad que la cobija.
Hoy los límites del horror rayan las fronteras de una sociedad que se quebranta, se desmorona en todo intento por salvarse. Los crímenes y el escándalo, el escarnio y la burda difusión de la violencia aparecen como señal apocalíptica de una nación que en el límite de su desesperación, se ve inmersa en una información desbordada de la tragedia, en donde asoma la ventaja política, la revancha con el dolor ajeno. Forjamos la normalización del crimen y fundamos una cultura de la muerte que en su paradoja cobra vida en el deslinde, en la noticia y en su mezquino reclamo de justicia.
Vivimos en medio de un lenguaje de violencia que se expresa en los cuerpos de las víctimas. Un lenguaje que establece su propio diálogo de dolor y odio, un diálogo que escapa a nuestra comprensión y para el que no es posible ningún entendimiento.
Hemos aprendido a vivir en el dominio de la muerte, a estratificar el homicidio, a categorizar el desprecio por la vida y a discriminar el dolor de la víctima y a contemplar pasmados la impunidad del victimario.
El homicidio de la menor Fátima Aldrighett, los miles de jóvenes muertos por las balas de la guerra del narco, el asesinato de indígenas defensores del medio ambiente, el aumento de los feminicidios, el grito ahogado de las mujeres y sus métodos de protesta, fragmentan culpas y dividen causas. Todo parece indicar que hemos perdido la brújula de los propósitos y las razones de ser mexicanos.
Cambiamos de nombre al asesino y al asesinato, dividimos el hecho y ahora somos capaces de ponderar, de crear una ruptura profunda de lo humano, que implica no poder hablar ya de justicia, sino de venganza, de una extensión de la violencia que nos delata origen y responsabilidad.
Perdemos el horizonte, la proporción de la vida colectiva por el de la cuantificación de la justicia, encontramos sentido en las cifras, aliento en los porcentajes y conciliación en la mentira. Somos ahora políticamente correctos y expertos de la culpa, la simulación y el autoengaño.
Los adjetivos de nuestro comportamiento como sociedad, como ciudadanos que opinamos con aseveraciones que suelen hablar unas sobre otras, encuentran una desordenada expresión que refleja la incapacidad para comprender la violencia que vivimos y en esa confusión prevalece la exclusión y el olvido como instrumento de salvación para limpiar pecados y enterrar espejos que reflejan lo que somos y hemos sido todos estos años en los que se anidó la terrible violencia que hoy nos amenaza cotidianamente.
Una amenaza de realidad social que nos habita y crece, como una forma particular de razón y crimen que configura todos sus aspectos en términos de violencia, civilización y muerte. Nos adaptamos a esta triste realidad aceptando la resignificación de los principios de justicia, asumimos nuevos hábitos de ciudadanía y prácticas de gobiernos frente a la violencia criminal. ¿Quién es entonces, o quiénes somos el enemigo?
El horizonte de paz y reconciliación se aleja en la medida de nuestro nivel de diálogo y compromiso. Entender la violencia que vivimos, es también asumir el adeudo que nos corresponde para contribuir como ciudadanos y habitantes de este país en la reconstrucción de una cultura de paz y la recuperación de nuestras instituciones y el Estado de derecho. Sensatez y prudencia, empatía a lo humano y amor a la vida; así de complejo, así de posible.
Hasta aquí mi opinión, los espero en este espacio el próximo martes.
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