Escritura automática contra Inteligencia Artificial: la nueva musa
La Musa era esa diosa secreta o esa mujer material que idealizábamos que nos sugería a la mente y al oído palabras para re-crear nuestras ensoñaciones y sentimientos.
“Quien tuviera una musa de fuego”, parece lamentarse en su frase inicial el narrador de una las obras de aquel dramaturgo que, los siglos y las academias, nos han hecho recordar como William Shakespeare.
Desde los griegos a las modernas Torres de Marfil informáticas, el escritor y el simple mortal que toma una pluma, ha gustado de creer que una hermosa dama etérea y ligera de ropas le susurra al oído un cúmulo de obras maestras durante su tránsito terrestre.
En los tiempos anteriores a la revolución del psicoanálisis, a la mayoría de los humanos les costaba entender la existencia de un otro yo o de una presencia subconsciente que afloraba a la hora de escribir literatura, apropiándose de los objetivos y los significados, cual nacimiento de una impensable Venus de tinta.
Eso les provocaba tanta azoro y temor que era muy socorrida la creencia en una musa hablándonos al cráneo, a la hora de tomar el lápiz o el cálamo, así como las Furias... esos personajes que según los griegos se posesionaban de los inocentes humanos, haciéndolos cometer errores y barbaridades repentinas. (El judaísmo primitivo mejor adoptó para eso a la figura del Diablo, luego de su estancia en Babilonia).
Es normal que a la hora de escribir algo tanto sencillo como una crónica de un hecho vivido, aunque la persona que redacte no tenga formación literaria, se llegue a un momento en que esta crónica no sólo parezca escribirse sola, sino que, además de disgregarse en imprevisibles derroteros, de repente sorprenda a quien escribe con la aparición de palabras que no son de uso común suyo, incluso hasta provistas de asociaciones inesperadas o petrificantes conclusiones.
Hoy, a una persona que escriba una carta a un familiar y descubra al releerla una excesiva cantidad de divagaciones fuera de lugar no le provocaría temor ese hecho.
Antes llegaban a creer que algún demonio se nos había introducido en el alma y que él nos obligaba a convertir una ligera misiva de compromiso en una serie de reclamaciones por maltrato en la infancia o un reciente desdén a una invitación de fiesta familiar.
Esa percepción tuvo terreno fértil con los médiums del Siglo XIX que en vez de congregar a una serie de manos entrelazadas sobre una mesa ingrávida, acudían a la escritura automática en donde, luego de poner la mente en blanco, se soltaban escribiendo lo que les dictaba un espíritu cómplice.
Así fue como don Francisco I. Madero recibió los mensajes de un hermano fallecido en la infancia que lo convenció de dar la vida por su causa, si deseaba que la Revolución triunfase.
La psicología moderna nos dice que ese tipo de escritura automática es una forma en que nuestro inconsciente nos anuncia aquello que no queremos aceptar, del mismo modo que los sueños nos señalan a gritos nuestros miedos e inseguridades.
Harry Houdini duró años buscando un médium que lo comunicase realmente con su madre muerta. Su decepción más grande la tuvo con la esposa de Sir Arthur Conan Doyle -sí, el creador de Sherlock Holmes- quien, luego de entrar en trance, se soltó escribiendo ante él un mensaje largo de su progenitora... escrito en un claro y luminoso inglés, lengua que la señora jamás dominó, ya que siempre insistió en hablar en su húngaro rural de nacimiento.
No recuerdo qué escritor mexicano frecuentaba a una médium que se comunicaba con diversos personajes de la antigüedad que cometían siempre las mismas faltas de ortografía en sus reportes. Ademas, todos se negaban a hablar de su vida sexual o cualquier otro tipo de intimidades escabrosas y terminaban dando un mensaje de salvación y de no comer alubias de noche.
El espiritismo y la escritura automática tuvieron gran auge en Europa luego de la I Guerra Mundial, ya que fue una contienda que dejó a muchos padres sin hijos y, dado el uso de artillería moderna, fue la primera en donde desaparecían los cuerpos por completo y no siempre había certeza de que estuviese muertos los desaparecidos.
Sin internet ni ADN, se acudía al espiritismo para saber en qué estado de salud se encontraban los fallecidos en el Más Allá, sepultados a veces por aluviones de tierra o de prisa sin posibilidad de ceremoniales acuerdo con su religiones. No nos sorprenda que pocos años después, los surrealistas acudieron a la escritura automática como experiencia poética y de revelación artística.
Todos esos sismos de la mente que acabo de enumerar están a punto de ser pulverizados por la Inteligencia Artificial.
Quizás va a ser muy útil para que un comerciante le diga a su teléfono, “hazme una carta para un cliente disculpándome porque el pedido no llego a tiempo” y se redacte mientras maneja un vehículo o corrige la orden del envío.
Pero ese artificio no va a ser bueno a la hora que una persona quiera platicarle a sus nietos por escrito sus memorias en el campo rural y la alegría de nacer una familia congregada bajo la égida de los abuelos y el concierto veraniego de la lluvia y los grillos nocturnos.
En literatura, hay que saber dominar esa musa, porque si no se le educa, deja de aparecerse.
Como decía Truman Capote, una voz desde una nube que es necesario dosificar para que no se quede en pura pasión repentina.
Rilke afirmaba que el inicio de las Elegías de Duino le tomó de súbito durante una caminata. La precisión es la base de la pasión, pasión sin precisión es caos, según dice John Irving en su novela de las brujas de Eastwick, si me permiten cerrar con una cita esotérica.
La escritura automática también puede ser sintomática. Y la IA, una cosa problemática.