Esa Perla del Humaya

EL OCTAVO DÍA
    El verdadero prodigio de Culiacán fue para mí el inicio de mi carrera de autor y el privilegio de la amistad que se recibe y cobra vida por sí misma, fincada en el afecto y el efecto producido por la lectura. En cada uno de mis viajes, esos amigos han estado conmigo.

    Culiacán fue la primera ciudad a la que comencé a viajar con la literatura en mente: antes, durante y después del viaje.

    Para algunos mazatlecos, ir a Culiacán no es algo que les agrade en manera especial si no se tiene familia o grandes amigos; quizás el inconsciente colectivo la ha fijado como el lugar donde se hacen trámites y debemos ir por obligación.

    Los de la vieja estirpe decían que “Culiacán era la capital, pero en Mazatlán estaba el capital. La frase oculta algo más que arrogancia, como confirmé en un libro donde el Mtro Herberto Sinagawa comentaba que los primeros bancos se establecieron en el puerto, mientras que en Culiacán, los empresarios mantenían la costumbre de efectuar entierros en sus fincas.

    Esto provocó que surgiese una economía regional basada en el crédito y los vales, haciendo que se diese una prosperidad de papel keynesiana, mientras que allá todo se iba a ollas ocultas con monedas o lingotes de plata sin propiciar una inversión acorde con su riqueza.

    El verdadero prodigio de Culiacán fue para mí el inicio de mi carrera de autor y el privilegio de la amistad que se recibe y cobra vida por sí misma, fincada en el afecto y el efecto producido por la lectura. En cada uno de mis viajes, esos amigos han estado conmigo.

    Vine a Culiacán a los 17 años porque me dijeron que un tal Sigfrido Bañuelos deseaba publicarme un libro. Había leído unos poemas que mandé en 1986 a una propuesta de antología que la UAS hizo desde todos los medios, invitando ecuménicamente a los sinaloenses a enviar su material para ser dictaminados y publicarse en dos libros de poesía y narrativa, sin importar que no tuviesen currículo o libros editados.

    La antología no se pudo realizar, pero Sigfrido, que formaba parte de la comisión de lectura, se quedó con una copia y, al ser nombrado Director de Editorial de DIFOCUR, publicó mi poema en El Suplemento de esta institución, incluso antes de conocerme. El texto se llamaba El año en que vivimos la revolución y era un intento mío de insertarme en la modernidad con un poema extenso, realizado con técnica simultaneísta, extraída de las lecturas de Ezra Pound, T. S. Eliot, Saint-John Perse y Octavio Paz.

    Imágenes de la Nicaragua sandinista convivían en el mismo fuego con la tragedia terrestre del Chernobyl y la antorcha aérea Challenger, emulsionadas con el primer día de la creación universal y el propio fin termonuclear del mundo.

    A los 17 años uno es muy aventado. Como Octavio Paz o Borges deseaba ser contemporáneo de todos los hombres. Ya don Alejandro Hernández Tyler había hecho caminar antes en sus versos a Cristo por la Quinta Avenida, mientras legiones invisibles de humanos gritaban la palabra rusa “Svodoba, Svodoba!”.

    Sigfrido me localizó gracias a don José Santos Torres, quien dirigía su revista Trópico de Cáncer. Así fue como comencé a venir seguido a Culiacán, con el pretexto del libro y el que siguió después, mi novela El Náufrago del Mar Amarillo.

    Don José me acercó su casa y su mundo y conocí un Culiacán de familias y de amigos. Fue ese un verano prodigioso en 1987 y desde entonces trato de pensar que esa ciudad es la misma.

    En su casa, ubicada en lo alto de una colina con vista a las torres de la iglesia de San Juan de los Lagos, corregimos algunos de mis primeros cuentos, mientras sus tres hermosas hijas revoloteaban alrededor. A veces la más pequeña, Romansa, nos interrumpía para que saliéramos “a ver el espectáculo”: así nombraba a la súbita formación de nubes que, en escuadras navales celestiales, se arremolinaba sobre el cielo de acero y plomo para dejar caer sobre el fértil valle de Culiacán su carga diluvial, luego de un fresco ventarrón que agitaba palmeras, tendederos y muchachas que huían a guarecerse de la tormenta.

    Vendrían mis primeros dos libros, en el DIFOCUR de los Labastida y el Arq. Carlos Ruiz Acosta.

    En ese Culiacán de piedra mojada, oloroso vino tinto y a libros humedecidos - en el que se escuchaban como novedades el grupo Mecano, La Puerta de Alcalá y Paraules d´amor de Joan Manuel Serrat, entonada en castellano por Amaya-, adquirí y reafirmé amistades que, a cada viaje a la ciudad, se multiplicaron con prodigalidad de panes bíblicos o los onces ríos que se bifurcan antes de llegar a la unanimidad del océano.

    Ahí, por orden de aparición, surgió una hermandad cultural con Ulises Cisneros, Rosa María Peraza, Jesús Ramón Ibarra, Élmer Mendoza, Leonor Quijada, Liberato Terán, Ronaldo González, Jorge Arturo Madrid, Héctor Mendieta, Carlos Maciel “Kijano”, Maritza López, Modesto Aguilar y Juan Avilés.

    En un caso especial de amigos pondría a Juan Esmerio Navarro y a Ernesto Trejo: un mazatleco emigrado a Culiacán consolidado como escritor y poeta...y un teatrero del Arroyo de los perros que luego fue mi jefe y compañero en la Universidad Autónoma de Sinaloa

    En un solo rincón familiar oloroso a café englobo a Emma Campaña, Vicente Jaime, Felipe Mendoza, Víctor Luna, Ernesto Tapia, Miguel Esparza, Dante Herrera Félix, el doctor Jaime Rochín, César Ibarra, Crisanto y Cuco Salazar.

    Para bien y para mal, descubrí que los amigos culichis pasaban muchas horas en el café, a veces demasiadas. No solo tenían sus propios cenáculos; algunos hacían hasta un rol para encontrarse con alguien en otro establecimiento y llegaban desde las tres de la tarde y se iban al caer el sol.

    Nunca entendí esa rutina de años, o toda una vida, que los mazatlecos es raro que asuman. Aquí en Mazatlán la gente acciona más y no es tan fija, aunque hay la tradición del desayuno intenso de amigos.

    Tardé tiempo para entender que la cultura del café también es parte de la civilización; aunque esa inmovilidad en ciertos casos es paralizante. Ya no sé si es modernidad o provincialismo sublimado como forma de resistencia.

    Llegué a conocer y apreciar tanto a Culiacán para decidir no irme ahí para estudiar Letras porque sabía que sería mi perdición, entre nuestra versión de la vida bohemia y la soledad paliada en las cafeterías, las cantinas y el amor de paso.

    No incluyo más gente, no por falta de memoria, sino porque esta lista incluye solo a personas a las que les he quedado a deber algo material en la vida, además del impagable bono de la amistad, por lo que la enumeración que los tratadistas llaman caótica, ahora, en este apresurado censo, pido que se vuelva algo más que emblemática, para que así esta invocación sea una manera de materializar - al menos en mi mente y en la de quien me lee-, los días y las noches que pueblan, en la galería de la memoria, esa versión positiva del infinito que también se llama Culiacán.

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    domicilioconocido@icloud.com

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