En una época de degradación ética, de cinismo, es obligado reconocer la valía de un ser humano. Recordando al Quijote, no vale más un hombre sino hace más. Alberto Baillères hizo... y mucho.
La vida me dio el privilegio de topármelo con cierta regularidad desde hace quizá un par de décadas. Discutíamos entre amigos con un tema obligado: México, su futuro. De trato muy suave, elegante en su vestir y en sus modales, nunca le escuché odios o resentimientos. La vida le arrojó muy joven una responsabilidad enorme. Lo observaban como el futuro capitán del emporio. Serio, de mirada tranquila, pero sin concesiones, recordaba con cierta frecuencia su paso por la Academia Militar de Culver, en Indiana a la que llegó de adolescente a pasar varios años. Quizá de ahí su disciplina y orden mental.
De regreso a su país se licenció en Economía en la escuela creada por su padre, don Raúl Baillères, por quien sentía admiración y un profundo respeto. En alguna ocasión narró cómo conservaron su oficina, su escritorio para recordarlo en su visión y consistencia. Alberto comprendió que heredar patrimonio, pero sobre todo prestigio, suponía crecer al interior. Ser él mismo, por supuesto, pero aceptando el reto de consolidar, reformar, ajustar a los tiempos, hacer más. Nada hacia atrás. En esas mesas hablaba muy poco de sus asuntos, porque su mayor pasión era México.
Recordaba, eso sí, con agrado y nerviosismo cuando su padre le pidió encabezar el Instituto Tecnológico de México, recién nacido, hoy ITAM, junto con Miguel Mancera, Plácido Arango y Gustavo Petricioli, jóvenes egresados. El tema educativo se le metió en la sangre. Formar profesionistas serios, a la altura de cualquiera de las mejores universidades del mundo para servir a México, esa era la misión. Cero complejos: aquí se podían alcanzar niveles de altísima calidad. A esa causa dedicó más de medio siglo. El ITAM llegó a suplir una deficiencia en la administración pública formando excelentes profesionistas, particularmente economistas. Algo que muchas personas desconocen, es que esa escuela privada tiene un porcentaje altísimo de becarios, creo que ronda el 50 por ciento. Estudiantes que llegan de toda la República a recibir educación de altura. Dedicó tiempo a la cultura, un ejemplo, su apoyo incondicional a la Fundación para las Letras Mexicanas, entre otras instituciones.
Leyó con claridad el crecimiento de las clases medias, sus formas de consumo y cómo satisfacerlas. De sus últimas aventuras fue entrar al sector energético con la misma convicción: sí podemos competir. Era muy respetado y querido entre sus pares, algo poco común, era un líder natural. El optimismo fue otra de las virtudes que cultivó. Era optimista por estar convencido de serlo. Al recibir en el 2015 la medalla Belisario Domínguez otorgada por primera vez a un empresario, recordó que la virtud es hacer el bien y evitar el mal. Tan sencillo y tan complejo. Elogió al trabajo como la más positiva y más provechosa de las distracciones “Quién no trabaja no puede ser feliz...”. Cierto estoicismo lo visitaba: “...esa serenidad del alma que permite al hombre ser dueño de sí mismo, rechazando... el miedo, el abatimiento, la aflicción y la tristeza, como estorbos perniciosos que jamás ayudarán a resolver una dificultad”.
Consciente de la enorme responsabilidad de encabezar uno de los consorcios más potentes de México, Alberto Baillères no miraba esa condición como un atributo personal, sino como resultado de tres generaciones de trabajo, de visión, de entrega. Miraba al éxito como parte de su misión para generar empleos y bienestar.
Sereno, afable, firme, buscó el diálogo, no el enfrentamiento. Hombre de familia, siempre junto a Tere, enfrentó la vida con altura de miras, con una pasión inteligente.
Adiós, querido Alberto. Misión cumplida. Extrañaremos esa mirada tranquila y generosa.