Es preocupante, sin duda, el espectáculo de un gobernante fuera de sí. Esta semana hemos visto a un hombre desquiciado. Un hombre desencajado que, ante reportajes que están lejos de ser demoledores, torpedea la campaña de su favorita, delata a sus aliados más serviles, confiesa abusos constitucionales graves y se regodea con fantasías conspiratorias

    La autoridad presidencial está por encima de la ley. Esto nos acaba de decir Andrés Manuel López Obrador. “Por encima de esa ley está la autoridad moral y la autoridad política”. La cita debe ser el sello histórico de su gobierno. Ahí está la síntesis de su visión política. La soberbia moral conduce tarde o temprano a la defensa de la tiranía. Tiranía es eso: poder que no se somete a la ley. Ahí donde el poder no se sujeta al dictado de la ley, empieza el imperio de un tirano.

    Eso es, no menos, lo que el Presidente invocó hace unos días en su conferencia habitual. El gobernante que busque defender su honor tiene permiso para atropellar el derecho. Un personaje histórico como él no tiene por qué rebajarse a cumplir reglas. La ley puede obligar a otros, pero no a él, un hombre que debe estar libre de cualquier sospecha y, por lo tanto, de cualquier restricción. Si su impulso infalible lo lleva a atropellar el derecho de los otros, si lo obliga a violar una disposición legal, hemos de saber que lo hace para defender su imagen pública, que es nada menos que la dignidad de la patria.

    Formado en la cultura priista y en su historia oficial, el Presidente celebra la Constitución como símbolo de las gestas de nuestra historia, pero no siente el menor interés por su ingeniería ni, mucho menos, por las normas que encauzan y limitan el poder. Como Presidente ha pasado una y otra vez por encima de las normas constitucionales y de las leyes causando con ello un enorme daño a su propio proyecto.

    No buscó acoplar sus reformas al marco de la ley. Su impulso voluntarista lo llevó a tomar decisiones que no tomaban en cuenta el procedimiento que debía seguir para llevarlas a cabo, ni los derechos que tenía que respetar. No tuvo nunca un asesor legal. Imaginó que su popularidad, que los temibles instrumentos del poder, que la influencia de su delegado en la Suprema Corte, le entregaría un poder sumiso y que podría hacer su voluntad sin el estorbo de los abogados.

    No fue así y, en lugar de reconsiderar la estrategia cuando aparecieron los contratiempos legales, jugó a la víctima. Fue su desdén por las reglas la responsable de los reveses que tuvo en el frente judicial, pero el Presidente decidió desplazarse al mundo de la conspiración donde un bloque de perversos pretendía someterlo.

    Es preocupante, sin duda, el espectáculo de un gobernante fuera de sí. Esta semana hemos visto a un hombre desquiciado. Un hombre desencajado que, ante reportajes que están lejos de ser demoledores, torpedea la campaña de su favorita, delata a sus aliados más serviles, confiesa abusos constitucionales graves y se regodea con fantasías conspiratorias. Le quedan todavía varios meses a este gobierno y el Presidente hace teatro de su paranoia y de sus furias. Confrontado con su abuso, el Presidente avisa: lo volvería a hacer. No dudaría con violar la ley otra vez. Pero, más allá de las ansiedades de fin de este sexenio, hemos de hablar de lo que el régimen anuncia para el relevo.

    No hay ninguna señal de que Claudia Sheinbaum discrepe de su promotor en materia de leyes. La autonomía de las instituciones constitucionales no parece ser un valor que respete. La escuchamos dando instrucciones a su Fiscal como si fuera una subordinada. La hemos visto recientemente respaldando acrítica e integralmente la propuesta presidencial que arrasaría los equilibrios constitucionales.

    Lo más claro y lo más preocupante es lo que comunica con sus nombramientos. Claudia Sheinbaum ha incorporado a su equipo de asesores al hombre que abandonó la Suprema Corte para brincar, de inmediato, al campo electoral, desde donde trabaja para impulsar la campaña que sostiene que el enemigo de México es el Poder Judicial y que el estorbo de la “transformación” son los jueces que se creen independientes. Lejos de buscar una figura respetada, con capacidad de diálogo con la comunidad jurídica, la candidata eligió a un golpeador con delirios de chistoso. Sheinbaum le dio la bienvenida a su campaña al más desprestigiado propagandista del encono contra un poder de la República. Incluir a Arturo Zaldívar en su equipo de campaña dice mucho de la idea que Sheinbaum tiene de la división de poderes, de la independencia judicial y hasta del decoro personal.