La vida de cada persona es la resultante de una ecuación en extremo compleja en la que intervienen un sinnúmero de variables: unas capacidades que podríamos denominar innatas, pues llegamos con ellas a este mundo, y otras condiciones que nos tocaron en suerte por haber nacido en ciertas coordenadas de espacio y de tiempo. En pocas palabras: todos llegamos aquí con una herencia que para algunos representa un trampolín y para otros un barranco sin fondo. Ningún factor es irrelevante: importan el país, la región, la clase social, el nivel cultural del entorno, la capacidad intelectual, la apariencia física y un sinfín de elementos que integran nuestro lote, ese singularísimo paquete que sencillamente nos tocó.
Cargados del peso de esa “herencia”, la vida de cada cual se va desenvolviendo y pueden distinguirse unos días más trascendentes que otros: los días en que el azar nos plantea disyuntivas no son iguales que aquellos donde el camino sigue recto. En los días especiales decidimos, la vida se va haciendo laberíntica y es entonces cuando, propiamente, entendemos el gerundio de ir viviendo, porque no es vivir, ese modo infinitivo hueco, sino mantenernos, perdurar, proseguir, ir definiendo un curso a través de decisiones y renuncias, de caídas y aciertos, y algunos procuramos, para no dar bandazos de ciego, fijarnos una meta, ordenar los días en una dirección: hacer y hacer para ser algo, para que nuestro tiempo tenga rumbo y ese rumbo se convierte en el sentido de nuestra vida: lo que hace que el vivir sea nuestro.
Claro está que muchos, demasiados, no se proponen nada y van caminando sin proyecto, zigzagueando para uno y otro lado, avanzando un día, desandando al otro; sin tensión, sin rumbo. También para ellos la vida se vuelve un laberinto: un laberinto circular en el que se la pasan rodando.
Y hoy me pregunto, me lo pregunto en serio: si finalmente todo cuanto decidimos o hacemos nos conduce a la muerte y si nuestras más firmes construcciones acabarán en polvo, ¿tendrá algún caso preocuparnos? Preocuparnos por el mañana no, pero sí por el hoy extendido que abarca nuestra vida, este hoy que se prolonga no para siempre, pero sí hasta donde lleguemos. Preocuparnos y ocuparnos para que lo que la vida dure sea lo menos desagradable posible. Esto sí tiene caso y resultados padecibles o disfrutables, porque la vida sí que tiene sentido, aunque no tenga ningún sentido póstumo.
Por ello, la mejor analogía de la vida es el juego, el juego que no pierde su gracia porque este condenado a terminar. El juego no tiene un sentido trascendente, su sentido es muy claro mientras se está jugando. Nadie devalúa el juego porque acabe. Y aunque podría parecer una analogía inexacta, pues la vida nos la tomamos en serio y el juego a juego, también el juego se pervierte cuando dejamos de jugar y nos lo tomamos a pecho y, por eso, bien haríamos en quitarle seriedad a la vida y entender que al vivir solo estamos jugando.
La vida de cada persona es la resultante de una ecuación en extremo compleja en la que intervienen un sinnúmero de variables: unas capacidades que podríamos denominar innatas, pues llegamos con ellas a este mundo, y otras condiciones que nos tocaron en suerte por haber nacido en ciertas coordenadas de espacio y de tiempo. En pocas palabras: todos llegamos aquí con una herencia que para algunos representa un trampolín y para otros un barranco sin fondo. Ningún factor es irrelevante: importan el país, la región, la clase social, el nivel cultural del entorno, la capacidad intelectual, la apariencia física y un sinfín de elementos que integran nuestro lote, ese singularísimo paquete que sencillamente nos tocó.
Cargados del peso de esa “herencia”, la vida de cada cual se va desenvolviendo y pueden distinguirse unos días más trascendentes que otros: los días en que el azar nos plantea disyuntivas no son iguales que aquellos donde el camino sigue recto. En los días especiales decidimos, la vida se va haciendo laberíntica y es entonces cuando, propiamente, entendemos el gerundio de ir viviendo, porque no es vivir, ese modo infinitivo hueco, sino mantenernos, perdurar, proseguir, ir definiendo un curso a través de decisiones y renuncias, de caídas y aciertos, y algunos procuramos, para no dar bandazos de ciego, fijarnos una meta, ordenar los días en una dirección: hacer y hacer para ser algo, para que nuestro tiempo tenga rumbo y ese rumbo se convierte en el sentido de nuestra vida: lo que hace que el vivir sea nuestro.
Claro está que muchos, demasiados, no se proponen nada y van caminando sin proyecto, zigzagueando para uno y otro lado, avanzando un día, desandando al otro; sin tensión, sin rumbo. También para ellos la vida se vuelve un laberinto: un laberinto circular en el que se la pasan rodando.
Y hoy me pregunto, me lo pregunto en serio: si finalmente todo cuanto decidimos o hacemos nos conduce a la muerte y si nuestras más firmes construcciones acabarán en polvo, ¿tendrá algún caso preocuparnos? Preocuparnos por el mañana no, pero sí por el hoy extendido que abarca nuestra vida, este hoy que se prolonga no para siempre, pero sí hasta donde lleguemos. Preocuparnos y ocuparnos para que lo que la vida dure sea lo menos desagradable posible. Esto sí tiene caso y resultados padecibles o disfrutables, porque la vida sí que tiene sentido, aunque no tenga ningún sentido póstumo.
Por ello, la mejor analogía de la vida es el juego, el juego que no pierde su gracia porque este condenado a terminar. El juego no tiene un sentido trascendente, su sentido es muy claro mientras se está jugando. Nadie devalúa el juego porque acabe. Y aunque podría parecer una analogía inexacta, pues la vida nos la tomamos en serio y el juego a juego, también el juego se pervierte cuando dejamos de jugar y nos lo tomamos a pecho y, por eso, bien haríamos en quitarle seriedad a la vida y entender que al vivir solo estamos jugando.