Hay un concepto que -desde que pienso- me ha resultado fascinante: el concepto «todo». Pues más allá de la estrecha relación que guarda con la ambición humana, implica principalmente el más elevado grado de abstracción al que hayamos llegado, pues una cosa son las colecciones que se integran por poseer un distintivo, un aspecto concreto en común: todos los ricos, todos los pobres, todos lo planetas o todos los jitomates, y otro asunto muy distinto es el concepto todo: la totalidad, o sea, cuando, en verdad, hablamos de todo de todo. Cualquier característica concreta en la que reparemos: verde, esférico o frío, deja afuera lo que no sea verde o esférico o frío. Las palabras capturan pequeños todos: conjuntos relativamente insignificantes. Así, si digo: «cubo» me refiero a todos los cubos, que podrán ser muchísimos, pero de ninguna manera se representa con «cubo» todo lo que hay.
¿Cómo llegamos a conquistar un concepto como el de todo?, ¿un concepto que reúne lo verde, lo morado, lo esférico, lo cúbico, lo cilíndrico, lo caliente, lo frío y...todo lo demás? Pues abstrayendo, es decir, eliminando las características que no sean comunes a todas las cosas, pasando por alto las diferencias que saltan a la vista, y en las que, precisamente, la vista se detiene, pues cuando vemos el mundo lo que se nos ofrece es un paisaje de cosas distintas. ¿Cómo ver, entonces, lo que de común tienen todas, lo que las hace ser una, pese a las innumerables diferencias?
Para lograr el concepto todo, la humanidad necesitó que alguien, por primera vez, alguna vez, diera el máximo salto hacia la abstracción y concibiera la inmensa variedad como unidad. Ese individuo fue Tales de Mileto, pues más allá de agua o no agua, lo que está en el fondo del fragmento por el que es recordado, es la idea de que todas las cosas son una. En esta comprensión se fundan la filosofía y la ciencia. De hecho, la historia del saber ha ido proponiendo hipótesis de lo que da unidad a todo lo que existe. Las hipótesis van desde el agua, el aire, el átomo, el número, hasta las partículas elementales o las cuerdas y una que me es particularmente entrañable, pues he dedicado mis mejores años a la ontología: el ser.
Pero ahora no me interesan las hipótesis que, insisto, son y seguirán siendo muchas, sino el concepto de totalidad: pensar el todo, y en este horizonte quien más ha nutrido mi afán (iba a decir mi delirio) ha sido Leibinitz, pues quizás él como nadie concibió las mejores incursiones para explicar el todo al proponerse descifrar la mente de su dios (nuevamente no me importan ahora las implicaciones religiosas de su planteamiento: no las comparto, pero me deslumbra su elucubración). Para Leibinitz, dios posee un entendimiento infinito o para decirlo más claro: en el entendimiento divino están contenidas todas las ideas no contradictorias o, como él las llama, todas las ideas posibles y como además es perfectamente bondadoso, escoge de entre todas sus ideas sólo las mejores y con ellas crea «el mejor de los mundos posibles» (y por última vez, no me importan las burlas que Voltaire hace a este concepto: las comparto, pues me consta que a mí podría habérseme ocurrido un mundo mejor que el que tenemos).
En la mente de dios están todas las ideas posibles y los mundos posibles que con esas ideas pueden armarse, pues basta con que la idea no sea contradictoria, imposible, para que esté en la mente de dios. Por ejemplo, círculo cuadrado no está en la mente de dios, pero sí estoy yo con una vestimenta diferente de la que estoy usando ahora, y hay otro yo que es más inteligente y otro más tonto y más alto o más bajo que yo: todas mis variantes posibles y no solo las mías, sino las de toda persona, planta, animal, piedra o cosa. Cada conjunto de esas ideas podría haber sido un mundo, pero dios eligió este para darle existencia; los otros siguen en su mente siendo pensados, se mantienen, dice Leibnitz, como seres subsistentes. El todo no solo lo conforman las cosas que existen, cada una de ellas, sino las infinitas variantes de cada una de ellas: mundos y mundos posibles en los que yo me visto de amarillo o de azul o de gris... y soy más listo y más listo y más listo, en pocas palabras el todo compuesto por todo no solo lo real, sino también lo posible. Porque hay un infinito entre yo y tú: un infinito entre 1 y 2: 1.001, 1.002... hasta antes de llegar a 1.01,1.02... y otro infinito antes de alcanzar 1.1... infinitos e infinitos entre 1 y 2. Aquí está la clave metafísica del cálculo infinitesimal inventado por Leibinitz, en su intento por comprender el todo.
El concepto del todo me abisma: voy a quedarme aquí, el resto del día, con este vértigo metafísico.