La política, cada vez más, se ha vaciado de contenido. Hoy, lo único que parece importar es el pragmatismo: los medios han dejado de ser relevantes siempre que el fin sea conservar el poder, aunque ello implique traicionar principios, aliarse con adversarios históricos o dar la espalda a las promesas de cambio.
Las ideologías han sido relegadas a un plano secundario, y las convicciones han dejado de ser una brújula para la toma de decisiones.
Lo esencial ya no es construir un proyecto de nación, sino aferrarse al control, sin importar las contradicciones.
Esta lógica ha llevado a la normalización de alianzas impensables y a la legitimación de prácticas que antes se condenaban.
El pragmatismo como refugio político e impunidad
Un claro ejemplo de esta tendencia es la reciente ola de adhesiones de políticos provenientes de grupos de poder históricamente enfrentados con el gobierno. Figuras como el Senador Miguel Ángel Yunes Márquez; el Fobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, y los líderes del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y ex miembros del PRI han encontrado en Morena un refugio político, evidenciando cómo la lucha contra la corrupción y la transformación prometida ha cedido ante la lógica de la supervivencia electoral.
Sin embargo, el pragmatismo no sólo se traduce en cambios de lealtades partidistas, sino también en la protección de personajes cuestionados.
Los recientes nombramientos del ex Gobernador de Chiapas, Rutilio Escandón, como cónsul de México en Miami, y del ex Gobernador de Morelos y actual Diputado, Cuauhtémoc Blanco, revelan cómo el poder ha servido como un escudo ante señalamientos de corrupción y presuntos vínculos con el crimen organizado.
En lugar de investigar a fondo las acusaciones en su contra, se les otorgan cargos diplomáticos o legislativos que garantizan protección legal y política, mientras la justicia parece no tener el mismo rigor para adversarios políticos.
Estos casos reflejan la falta de interés del Gobierno en sancionar a los miembros de Morena involucrados en corrupción o crimen organizado, mientras se sigue utilizando el discurso de combate a la impunidad como una herramienta selectiva.
El pragmatismo se ha convertido en una estrategia que no sólo permite conservar el poder a toda costa, sino también blindar a ciertos actores de cualquier consecuencia legal, demostrando que la lealtad política es un boleto de inmunidad en el sistema actual.
El pragmatismo extremo conlleva un riesgo mayor: la falta de visión a largo plazo.
Cuando la única prioridad es la permanencia en el poder, las decisiones dejan de responder a las necesidades reales de la sociedad y se convierten en medidas reactivas para sostener la popularidad o evitar conflictos internos.
Se implementan políticas cortoplacistas en lugar de estrategias sostenibles, y los grandes desafíos nacionales quedan sin resolver, aplazados por conveniencia electoral o política.
El problema no es sólo que la política se vuelva pragmática, sino que lo haga sin un propósito superior. La pregunta central es: ¿pragmático para qué?
Si el pragmatismo se usa para consolidar instituciones, mejorar la gobernabilidad y fortalecer la democracia, puede ser positivo. Pero si sólo sirve para perpetuar intereses individuales o de grupo, se convierte en un lastre para el desarrollo social.
Si la política no recupera su sentido de transformación, si no vuelve a mirar hacia el futuro con responsabilidad, estaremos condenados a repetir las mismas crisis, con diferentes nombres en el poder.
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El autor es director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción del Diálogo A.C.
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