La victoria electoral de Gustavo Petro en Colombia abre múltiples incógnitas. Sin duda, se trata de un cambio muy importante en el equilibrio político de un país donde la izquierda no había podido construir una opción electoral exitosa, en buena medida debido a la larga identificación con la violencia de las fuerzas definidas como socialistas y su incapacidad para asumir posiciones comprometidas con el pluralismo y la democracia.
Eso puede haber cambiado ahora, aunque la figura del Presidente electo es controversial, por su antiguo alineamiento con las posiciones más autoritarias de la izquierda latinoamericana, su cercanía con Hugo Chávez y su falta de crítica a la tiranía cubana. Quienes dicen, en cambio, que Petro es un pragmático que gobernará sin pretender trastocar el orden constitucional de Colombia, uno de los pocos países de América Latina donde el orden jurídico se ha fortalecido, sobre todo después de que en 1991 se promulgó una Constitución de amplio consenso, tienen en contra la gestión municipal en Bogotá del próximo Presidente, bastante mala en comparación con una serie de buenos alcaldes que lo precedieron.
Habrá que esperar para ver si Colombia se suma a los países donde la democracia ha sufrido un grave deterioro bajo gobiernos autoproclamados de izquierda o si Petro resulta más cercano a los presidentes de la izquierda chilena, uruguaya o brasileña, que han impulsado importantes reformas sociales sin aplastar al pluralismo ni propiciar caos económico y social.
La posibilidad de superar la desigualdad y la pobreza e impulsar un proceso de desarrollo humano sustentable requiere para alcanzarse de una izquierda sin dogmatismo ni fundamentalismo, capaz de entender la necesidad de equilibrar al Estado y al mercado, al tiempo que combate al patrimonialismo, el clientelismo y la corrupción. Nada fácil, sobre todo si se analiza la trayectoria personal del próximo presidente colombiano. Habrá que darle el maleficio de la duda.
Un tema especialmente importante para el futuro del Estado colombiano y con impacto en toda América Latina será la política de drogas del próximo gobierno. Si Petro se atreve a encabezar un cambio radical en el tradicional alineamiento colombiano con el prohibicionismo impulsado desde los Estados Unidos y lo hace de manera sensata, sin desmesuras y con base en la evidencia, puede convertirse en una pieza fundamental para la superación mundial de un paradigma evidentemente fallido.
Colombia, como México, ha sido uno de los países a los que peor les ha ido con la guerra contra las drogas. La obsesión de perseguir el mercado de sustancias psicoactivas con toda la fuerza del aparato estatal, propiciado por la moral puritana y que ha enmascarado diversas agendas ocultas, ha generado el desarrollo de organizaciones especializadas en mercados clandestinos capaces de aprovechar una demanda que no se ha reducido a pesar de la persecución policial y penal de las personas usuarias.
Por el contrario, la prohibición ha generado ganancias ingentes a organizaciones criminales, recursos que han servido para la adquisición de armamento de alta tecnología y para reclutar ejércitos con los cuales enfrentar la persecución estatal, al grado de que han adquirido la fuerza suficiente para controlar territorios, comprar protección y minar la autoridad estatal en grandes zonas de los países donde medran.
Durante décadas, el consenso en torno a la prohibición parecía inquebrantable entre los gobiernos del mundo. Sin embargo, la evidencia del fracaso ya ha fracturado el acuerdo global. El 26 de junio es el día mundial contra el tráfico de drogas y el próximo domingo lo único que se podrá constatar es que las drogas van ganando en todos lados la guerra en su contra. Gradualmente, la legalización del cannabis ha avanzado: Uruguay fue el primer país del mundo con una regulación integral, después Canadá, mientras en varios estados de los Estados Unidos también se regulaba. Malta fue el primer país de la Unión Europea; Indonesia, donde hasta hace poco existía pena de muerte por delitos vinculados al tráfico de drogas, también está desmontando la prohibición de la mariguana y en Alemania ya se ha presentado un proyecto de ley que cuenta con el apoyo de la mayoría parlamentaria.
Colombia también ha dado pasos en la regulación del cannabis medicinal y ha despenalizado la posesión personal de sustancias. Pero fuera de la mariguana la regulación no ha avanzado más allá de la despenalización de la posesión en ningún país del mundo, fuera de la excepción de Bolivia respecto a la hoja de coca para consumo tradicional. La posibilidad de regular la coca y la cocaína todavía resulta disruptiva.
En el Congreso colombiano existe un proyecto de regulación integral de la coca y la cocaína desde 2020 promovido por partidos de la coalición de Petro y de su Vicepresidenta, Francia Márquez, al que se ha opuesto firmemente el gobierno de Iván Duque. ¿Se atreverá el nuevo Presidente a apoyar esta iniciativa? De hacerlo, haría una importante contribución a la demostración de que la regulación de las drogas no significa el principio del apocalipsis. La evidencia obtenida de los casos de regulación del cannabis muestra que ahí donde la mariguana ha dejado de ser manejada por las redes del crimen organizado el consumo no ha aumentado exponencialmente, ni se han dado epidemias de adicción. La cocaína es potencialmente más riesgosa que el cannabis, pero una regulación como la propuesta en Colombia, sin publicidad ni mercado abierto, con acceso controlado a la sustancia podría, incluso, reducir riesgos, pues no habría adulteración que la volviera más peligrosa, los consumidores tendrían información de salud y se eliminarían los incentivos para que las organizaciones criminales buscaran nuevos consumidores entre niños y adolescentes.
Por supuesto, la regulación de la cocaína en un solo país, aun cuando este fuere Colombia, no acabaría con el negocio transnacional ni con la violencia asociada. Es la demanda en Estados Unidos y Europa lo que sostiene a las grandes empresas criminales de tráfico y no se ve posible, en el corto plazo, que la regulación avance ahí. Pero el surgimiento de un mercado regulado con enfoque de salud y reducción de daños sería muy importante para desmontar el mito de que la única manera de tratar los riesgos asociados al consumo de sustancias sicoactivas es la persecución policiaca y penal, que solo ha generado ganancias descomunales a las organizaciones especializadas en mercados clandestinos y una cauda de muerte y corrupción que está carcomiendo a nuestros países.