En memoria de Vicente Leñero, a su octavo aniversario.

    @fopinchetti / SinEmbargo

    Solamente la cabeza, las manos y los pies eran de barro; los trozos de tela daban forma a los cuerpos y elasticidad a los brazos, a las piernas. Bastaba sostenerlos desde la punta del alambre que les nacía en la cabeza, agitarlos un poco, para que cobraran vida...

    Así describe Vicente Leñero en la introducción de Vivir del teatro (Ed. Joaquín Mortiz, 1982) a los pequeños personajes con los que él y sus hermanos jugaban de niños. Y es que además de dramaturgo, novelista, guionista, cuentista, ingeniero civil y periodista fue también titiritero. Igual que yo.

    Cuenta también Leñero que compraban los títeres de alambrito, figuritas toscas de unos 20 centímetros de alto, “en algún puesto del mercado Miraflores, que se extendía a lo largo de la Calle 17 de San Pedro de los Pinos, o en la tienda de abarrotes de la avenida Revolución, frente a la oficina de Correos. Costaban cuando mucho una moneda de dos centavos y la variedad era inagotable: el Narigón, el Charro, el Anciano, la Anciana, el Cocinero, el Jorobado, la Bella...”

    Y luego narra cómo empezó a hacer “funciones” con su hermano Luis (que a la vuelta de los años se convertiría en destacado doctor en Sociología, director del Instituto Mexicano de Estudios Sociales, con quien trabajé un par de años), que resultaron ser sus pininos teatrales. Jugaba a los títeres como jugar a los soldaditos de plomo, recuerda en su texto, sin idea alguna de la composición dramática o de la mecánica teatral.

    Su incipiente afición evolucionó rápidamente con la construcción, por parte de Armando, el hermano mayor, de un teatrino para los títeres. Estaba hecho con tablas de cajones inservibles. Era una maravilla: “Contaba con un sistema de iluminación elemental pero efectivo: un enchufe de luz, empotrado en el centro del frontispicio y apuntado hacia el foro, en el que se atornillaba un foco de veinticinco o cuarenta watts. El telón que corría lateralmente y cerraba al centro había sido confeccionado por hermanas y primas con una tela de satín azul a la que remataba, en su parte inferior, una franja de terciopelo negro...” Tenía pintada en el frente una mariposa con las alas abiertas. Y así lo bautizaron: Teatro La Mariposa.

    Cuando supe esta historia, contada por el que era entonces mi director en Revista de Revistas de Excélsior, mi asombro fue mayúsculo. Había coincidencias increíbles con lo que también para mí habían significado en mi infancia esos títeres de alambre. Mi hermano Humberto y yo los comprábamos en alguna tienda de barrio de la colonia Cuauhtémoc. Eran los mismos personajes (el Narigón, el Charro, el Anciano, la Anciana, el Cocinero, el Jorobado, la Bella) que describe Vicente. Idénticos, además, como hechos en un mismo molde.

    Otra coincidencia: Humberto también me construyó un teatrino, mucho más rudimentario, que tenía también su telón y sus escenografías cambiables y donde montamos un sinnúmero de funciones a las que asistían todos mis hermanos, algún primo y los niños de la cuadra. Teníamos, claro está, el mobiliario adecuado -mesitas, camitas, sillitas de madera- a la escala de nuestros actores. A falta de libreto improvisábamos historias simplonas pero seguramente muy inocentes y tiernas.

    Varias veces platicamos Vicente y yo sobre nuestra común afición infantil con esos títeres inigualables. Nos reíamos descubriendo nuestras coincidencias y recordando anécdotas de nuestras “puestas en escena”. Y hablábamos sobre el misterio de su desaparición. Dejaron de estar en los estanquillos, en los tendejones y en los puestos del mercado. La última vez que vio algunos fue en una farmacia de la colonia Nochebuena, cerca de la plaza de toros, que actualmente ya no existe. Después, nunca más.

    “No ha venido el que los trae”, nos decían. Recorrí todas las tienditas que pude en la colonia Cuauhtémoc, en la Roma, en la Nápoles, en el Centro. Los busqué hasta en el Museo de Artes Populares y en las tiendas de Fonart, donde alguien me dijo haberlos visto. Nada.

    Alguna vez le confié a Leñero el nulo resultado de mis pesquisas, que me llevaron hasta Puebla, donde supuestamente vivía el artesano fabricante de aquellas figuras. La pista me llevó al mercado de artesanías del Parián. Me dijeron que estaba enfermo, que había muerto, que ya no se había sabido más de él. Nunca lo encontré.

    Muchos años después, cuando acompañado por el fotógrafo Juan Miranda recorríamos la colonia Roma para hacer un reportaje para Proceso sobre la destrucción sufrida por ese barrio entrañable durante los sismos de 1985, entramos a un viejo tendejón de la avenida Álvaro Obregón con la idea de entrevistar a su anciana propietaria sobre esa tragedia.

    Y ahí estaban, colgados en racimo, entre zacates y estropajos. Eran dos docenas exactas de los originales títeres de alambre. Los mismos personajes, aunque un poco empolvados: el Charro, el Narigón, la Monjita, el Torero, el Negro, el Policía, el Diablo, la Viejita, el Jorobado. ¡Un tesoro! Los compré todos.

    En cuanto pude compartí con Vicente mi sensacional hallazgo. Le regalé la mitad, doce, y la otra mitad los conservo hasta la fecha en un espacio especial de mi librero. Nunca lo vi tan conmovido. A mí me emocionó también ver la forma en que observaba uno por uno aquellos títeres con una actitud casi de devoción, con cierta ternura.

    Pensé entonces que revivía en su memoria las puestas en escena en su teatrito La Mariposa. Me dio gusto. Mucho. Supongo que aun están en el estudio-biblioteca de su casa de San Pedro de los Pinos, donde que yo sepa los conservó hasta su muerte, acaecida el 3 de diciembre de 2014, hace justo ocho años. Les platico aquí esta historia conmovido, como homenaje a su memoria. Válgame.