Andrés Manuel López Obrador ha sido un Presidente exitoso. Se propuso demoler el edificio del pluralismo democrático y lo está logrando. Su sexenio dejará un campo asolado. Desde el primer momento se dedicó a socavar la legitimidad, a someter y a estrangular a las instituciones autónomas. En el segundo tramo del sexenio, la hostilidad presidencial se disparó con furia. Tras percatarse que las instituciones autónomas se atrevían a ejercer su autonomía, al ver que los jueces aplicaban la ley y defendían la Constitución, al notar que los cuerpos técnicos razonaban con la lógica que les es propia, optó por la demolición. Todo el espacio institucional del pluralismo mexicano está siendo devastado. El daño colateral del fuego presidencial es la democracia mexicana.
Aunque sea obvio, hay que repetirlo: no hay democracia sin instituciones que procesen el pluralismo. No hay democracia sin órganos que garanticen la competencia, que cuiden la legalidad, que protejan los derechos. El régimen ha derruido esas estructuras. Después de cinco años de embates cotidianos la estructura institucional del país es un paisaje de ruinas.
Lo que ha sucedido en la Suprema Corte de Justicia es gravísimo. Gravísimo. El país está perdiendo la bóveda. Estamos quedando a la intemperie. El terreno se ha abierto para que el capricho reine. La deslealtad constitucional de un trepador puso al máximo tribunal de nuestro país en posición en extremo vulnerable. Le obsequió un asiento adicional a un Presidente que quiere una Corte de refrendo. El Presidente de la República se empeñó en tener en el máximo tribunal del país a una delegada y eso ha conseguido. Nada, absolutamente nada hay en la trayectoria política de Lenia Batres que sea recomendación para ocupar un asiento en la Suprema Corte de Justicia. Su biografía es una colección de razones por las cuales no debería ingresar al tribunal que pronuncia la última palabra del Estado. Carente de una formación académica sólida, ajena a las experiencias de un juzgado, Batres ha sido política de muy medianos vuelos y de abierto partidismo. No la ha formado el servicio público sino la militancia partidista. El problema, por supuesto, no es la ideología sino su adhesión a un partido y a su cúpula.
Si quedara duda de lo aberrante que resulta la designación unipersonal que la instala en la Corte, valdría escuchar su comparecencia en el Senado. Su cantinflismo no logró esconder su desconocimiento de lo elemental, sino que exhibió, además, su cometido: anular a la Corte como tribunal supremo. ¡La flamante ministra sostuvo que Estados Unidos carece de una Constitución escrita! No fue una confusión momentánea sino el fundamento de su convicción de que no debemos tomar esa experiencia como modelo. La ignorancia es menos grave que la militancia. La tarea de la delegada presidencial es anular al tribunal supremo como defensor de la Constitución. A eso llega: a promover la abdicación de la supremacía de la Corte, para que Congreso y Presidencia decidan sin obstrucciones. Las oposiciones debían optar por el mal menor. Había en las ternas presentadas, opciones más razonables para integrarse a la Corte, pero al lavarse las manos de la designación, permitieron que el Presidente impusiera a la peor de sus cartas por la peor de las vías.
La designación de Batres recibió el aplauso de la candidata oficial. Cuando dice que busca una continuidad sin zigzagueos se refiere a esto. No hay duda de que sigue la ruta del autócrata. ¿Qué sentido tiene que se convoque a “diálogos” si se apuesta institucionalmente por la centralización del poder, el militarismo y la anulación de cualquier contrapeso? Dándole la bienvenida al trepador, respaldando las propuestas del Presidente para convertir a la Corte y al INE en pequeñas diputaciones, celebrando la llegada de quien tiene el propósito explícito de renunciar a la supremacía de la Constitución Sheinbaum deja claro que el segundo piso de la “transformación” sería el tiro de gracia a la democracia constitucional.