Alfred Hitchock hacía una distinción entre la sorpresa y el suspenso en el cine. Algo sabía del asunto. Proponía imaginar dos escenas para entender la diferencia.
En la primera hay dos personas están tomando un café tranquilamente. Platican de cualquier cosa y, de pronto, estalla una bomba bajo sus pies y quedan hechos polvo. Ahí hay una sorpresa.
El público del cine saltará de la butaca y, posiblemente, quedará alterado después de la explosión. El suspenso es distinto.
El evento puede ser idéntico: una pareja tomando un café y un bombazo. La diferencia es que, en la segunda escena, el público sabe que debajo de la mesa hay una bomba y anticipa lo que parece inevitable. Los espectadores fueron testigos del momento en que se plantó la bomba y se anticipan con ansiedad a lo que va a suceder.
El futuro no ha llegado, pero anuncia sus destrozos. Ahí está el suspenso. El público tiene el impulso de gritarle a los actores que corran y salven su vida. El suspenso genera una ansiedad intensa por lo que se percibe como una desgracia terrible.
Nunca habíamos vivido en México el suspenso político como lo hemos vivido en los últimos tiempos.
El Presidente ha construido una bomba para hacer volar la ingeniería de los contrapesos. Desde hace más de seis meses hemos estado siguiendo las andanzas de su bomba. Fuimos testigos del momento en que se construyó.
El día de la Constitución, el Presidente presentó solemnemente su proyecto de reventarla. Dio detalles precisos de las detonaciones que estaba ideando y adelantó los lugares donde se plantarían los explosivos para que la arquitectura constitucional quedara en ruinas. Era el último paso de su “transformación”.
La destrucción definitiva de los contrapesos permitiría el florecimiento de la democracia verdadera. Así anunció con toda claridad que, en cada columna independiente del Estado, se plantaría una carga explosiva que habría de detonarse después de la elección.
El suspenso siguió una ruta frecuente en esos relatos: los antagonistas miraron el peligro. y lo ignoraron. Reconocían los efectos desastrosos que tendría, pero creyeron que era casi imposible que se materializaran.
Llegaron a la conclusión de que el pirómano no conseguiría la dinamita necesaria ni tendría el atrevimiento de apretar el botón. Habría alguien, quizá su heredera, que se atrevería, en algún momento, a la sensatez. Pero el cronómetro del explosivo seguía avanzando y el peligro se acercaba día a día.
Y es hasta ahora que los antagonistas toman en serio la bomba. Quienes habían permanecido callados, de pronto levantan la voz. Describen los efectos democráticos, económicos, sociales que tendría el arrancar de raíz el Poder Judicial. Tardíamente señalan que estamos sentados sobre una bomba y que, si estalla no quedará ladrillo en pie.
Hoy el País cuelga de un hilo o, más bien, de un voto. Empezamos la semana definitiva con la intensificación del suspenso. Después de la entrega de los dos senadores perredistas, parecía que la aprobación de la reforma judicial en el Senado esperaba ya solamente el trámite.
No era difícil imaginar que las ofertas o las amenazas del oficialismo habrían conseguido el voto faltante, pero las últimas noticias muestran a una Oposición que permanece unida en rechazo a la reforma judicial y que parece decidida a utilizar la fuerza que le queda para impedir la demolición.
Su situación es en extremo precaria, pero sería suficiente para apagar la bomba. El País depende de un voto. Un voto puede inclinar la balanza. Una sola persona tiene en sus manos la suerte del País.
No puede exagerarse la importancia de la decisión que tomará el Senado dentro de un par de días. Toda la Oposición debe presentarse a votar y mantener su cohesión para rechazar la iniciativa presidencial. Si uno solo cruza el pasillo para respaldar a Morena, si uno se abstiene, si uno se queda en casa, si uno se reporta enfermo, el País cambiará drásticamente. El suspenso no podría ser más intenso.
No está en el aire solamente la remoción de unos ministros y la elección de sus reemplazos. Está en juego una de las columnas de la República, la sobrevivencia de un poder independiente, la posibilidad de que la ley limite la arbitrariedad, la esperanza de contar con un arbitraje razonablemente imparcial.