¿Cuántas veces sucede que esperamos gozar con fruición una gran experiencia y, cuando la vivimos, nos sentimos traicionados, defraudados, desilusionados y confundidos?
Muchos viajeros, sobre todo japoneses, experimentan este desagradable sabor cuando conocen la ciudad de París. Abrigaban muchas expectativas y acariciaban muchas ilusiones, pero, a la hora de la hora, sienten que su contacto con la Ciudad Luz no fue extraordinario. A este trastorno psicológico transitorio se le ha llamado “El síndrome de París”.
Un psiquiatra japonés, llamado Hiroaki Ota, fue el primero que diagnosticó este malestar en 1986. Observó que algunas personas, sobre todo japonesas, experimentaban un traumático choque al conocer París y se manifestaba en náuseas, mareos, alucinaciones, ansiedad, delirio de persecución, dificultad para respirar, aceleramiento del corazón, entre otras manifestaciones psicosomáticas.
La decepción es tremenda. Idealizaron París y, decepcionados, contemplan que nada es como lo pintan. Sí, es bonita la calle de los Campos Elíseos; imponente, la Torre Eiffel; romántico, el fluir del Río Sena; mágico, El Museo del Louvre; idílico, el barrio de Montmartre y la iglesia del Sagrado Corazón; simbólica La Plaza de la Concordia; escultural, como templo helénico, la iglesia de La Magdalena; altiva, con expresivos bajorrelieves, la columna de Plaza Vendome, y soberbia, la belleza de Versalles.
Sin embargo, dijo el escritor colombiano, Mario Mendoza: “Y cuando esos turistas arriban por fin a su ciudad anhelada y soñada, los recibe un taxista argelino que los mira con recelo, llegan a un barrio donde los africanos cantan sus arengas en las esquinas, les roban el reloj y algunos euros al segundo día, los increpan y se burlan de ellos cuando intentan practicar su francés de manual, y al final pasan los hinchas de fútbol del domingo y los empujan y les pegan algún sopapo”.
¿Experimento ese síndrome?