El sexenio de la destrucción

    El gran enemigo del neoliberalismo resultó ser un privatizador eficaz; aniquiló la ley y hereda la autocracia.

    Termina el sexenio de la destrucción. Llegamos a las últimas horas de su sexenio con las columnas de la República en ruinas y el destino del gobierno entrante secuestrado por las obsesiones del Presidente saliente.

    Cortó las cuerdas del diálogo. El hombre que hablaba y hablaba no escuchó a nadie más que a sí mismo. Ninguna voz le mereció respeto. Se adueñó de la conversación pública y puso a todo el país a hablar en sus términos: insultar al otro, ignorar las piezas de información que contradicen el prejuicio, evadir lo esencial para masticar su carnada. Comprimió toda discusión pública en una dicotomía infantil: los patriotas contra los traidores; el pueblo contra sus enemigos. Canceló la complejidad. Nos convenció de que el país es un campo de batalla y fue capaz de reclutar a una milicia gigantesca. Al regimiento opuesto lo convirtió en nada y a todos los suyos, incluyendo a su sucesora, dio el trato más humillante. Al déspota no le basta el respaldo ciego. Lo que impuso durante su imperio fue la deshonra de cualquier impulso de autonomía: el abandono de la razón propia y del recato. Si el caudillo lo dice es la sabiduría misma, la decantación más pura de la historia, la broma más simpática que nadie jamás hubiera imaginado. Lo decía uno de sus fanáticos: si tengo en mí alguna reserva frente a algo que ha dicho el caudillo, sé bien que soy yo el que tiene un problema.

    Aniquiló la ley. No solamente violó la ley y se burló de ella cuantas veces quiso. Logró desmontar el mecanismo que permite detener el abuso y corregir la arbitrariedad. Hereda una autocracia institucionalizada. En el segundo tramo de su gobierno convirtió a los jueces en los villanos del presente. Llegó al extremo de instruir a un general para que exhibiera periódicamente, y desde el Palacio Nacional, a todos los jueces que se atrevían a contrariarlo. Eso hizo primero. Instruyó a los militares a que pusieran bajo la mira al Poder Judicial y después procedió a colocarlo frente al paredón. El 11 de septiembre se dio la orden de disparo. Se ha deshecho así, la base de autonomía y de profesionalismo de los jueces. De acuerdo al diseño presidencial, el Poder Judicial se incorporará al partido oficial como uno de sus sectores.

    Abdicó de la responsabilidad esencial del Estado. Apostó por el outsourcing de la seguridad. Su estrategia, si es que puede dársele ese nombre a su política, se basaba en una implícita subcontratación de la banda más poderosa de una región para que impusiera paz a través de su fuerza abrumadora sobre las bandas rivales. Cuando prevalece una sola banda criminal los índices de homicidio descienden, decía el Presidente con frecuencia, como dando una recomendación práctica. Los resultados de esa apuesta son visibles. Amplísimas regiones del país viven bajo el imperio de los criminales. Como lo sufren hoy los habitantes de Culiacán, ese arreglo bárbaro puede ser todo, menos ser estable. El costo de la cesión estatal es gigantesco y revienta, tarde o temprano. El conflicto entre los “pacificadores” podrá posponerse, pero no mucho.

    No solamente renunció al Estado como garante de un orden bajo la ley. También debilitó al Estado como proveedor de servicios indispensables. Si habló constantemente en favor del Estado de bienestar, actuó en su contra. El gran enemigo del neoliberalismo resultó privatizador eficaz. Entre recortes presupuestales a las instituciones públicas y transferencias directas pauperizó los servicios de salud y convirtió a la escuela en salón de adoctrinamiento. Los servicios privados se convirtieron de esa manera en la alternativa necesaria. Debe reconocerse el acierto de la política salarial y el impacto personal de los apoyos gubernamentales. No es poca cosa el sacar de la pobreza a 100,000 personas cada mes, como calculó el economista Gerardo Esquivel. Ése es, sin duda el gran éxito del sexenio. Con más efectivo en el bolsillo, es cierto, pero con las balas más cerca, la enfermedad más amenazante y las oportunidades más lejos.

    La verdadera obra de este sexenio es haber levantado un culto a la personalidad. Esa es la gran construcción del lopezobradorismo: no los monumentos tan bien vendidos y tan inservibles que fueron inaugurados en múltiples ocasiones. Su obra perdurable es un templo de devoción, reverencia e idolatría.

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