Hay un asunto filosófico que en nuestros días se ha tornado de la mayor importancia: la pregunta por el sentido de la vida. Puede ser que no nos la formulemos en esos términos precisos; pero sí, con fórmulas cotidianas como ¿qué voy a hacer?, ¿de qué se trata?, ¿qué onda?, o simplemente: ¿qué?, ¿cuál es el sentido?
Esta pregunta se vuelve pertinente, porque lo que nos daba sentido quedó suspendido por la pandemia que hemos padecido hace ya casi dos años y que vino a trastornar la vida a la que, bien o mal, nos habíamos acostumbrado. La cosas cambiaron y en la mayoría de los casos para mal: la forma como en cada edad se sufrió el encierro fue diferente: los niños perdieron la intemperie y el juego real con los demás, los jóvenes ávidos de hacer sus vidas con su grupo etario migraron a comunidades virtuales, a enamoramientos virtuales, a aventuras virtuales. Todos vimos naufragar nuestros proyectos ante un mundo que se había clausurado, el afuera se volvió amenazante y los demás, agentes peligrosos cuya cercanía podía matarnos. Se derrumbó la economía, dejamos de vestirnos, de acicalarnos y nos dimos a buscar escapatorias de la única realidad que poseíamos: nuestro confinamiento. Todos nos volvimos virtuales; el mundo real se volvió una pantalla y nosotros mismos un avatar, una entelequia.
Nuestros desplazamientos que habían sido medidos en kilómetros, se midieron por metros, por centímetros. El universo se redujo a unos cuantos cuartos y nos quedamos en el presidio doméstico con nuestros seres queridos, o no tanto, y creció, al menos estadísticamente, el maltrato infantil y la violencia en las casas. Sin quererlo y de la noche a la mañana estábamos en el infierno que describe Sartre en su obra de teatro A puerta cerrada, y muchos comprendieron la frase con la que concluye ese drama: “el infierno son los otros”.
Aunque el infierno verdadero es la soledad, el miedo, la desesperanza, la falta de proyectos, de sentido, de finalidad y, encima de todo, también nos ha venido atenazando la muerte, la muerte de amigos, de familiares, de miles de personas que día a día se sumaban a las estadísticas y siguen sumándose porque este infierno no ha acabado y amenaza en oleajes sucesivos. Hay, me atrevo a aventurarlo, una desolación en el paisaje. No se puede cruzar indemne un mundo que de pronto nos obligó a frenar nuestra normalidad, lo que le daba sentido a nuestras vidas. ¿Cómo rehacernos?, ¿hacia dónde reconstruirnos hoy? Son preguntas para las que la filosofía debe darnos algunas respuestas, algunas salidas, pues quizá la única ventaja que podremos sacar de todo este desastre vivido es replantearnos el sentido de nuestra existencia.