El silencio es sonoro; su eco resuena con vigor en la paz del corazón. Muchas veces pensamos que el silencio es mutismo absoluto; pero no, es la escucha atenta de las intensas emociones que desbordan el alma. En realidad, no puede suprimirse del todo la sonoridad del mundo, ni aún en la inmovilidad extrema, puesto que en ese impasse total resuenan el latir del corazón, la circulación de la sangre y el fluir de la respiración.
Cuando se habla del resonar del silencio, se pretende estimular la paz, serenidad y tranquilidad interna. En efecto, buscar el silencio interior es realizar una romántica peregrinación por los relajantes y apacibles senderos del espíritu.
El teólogo español Xavier Melloni ofreció una mejor definición de silencio: “El silencio no es la ausencia de ruido, sino de ego. El ruido del ego es el murmullo continuo de lo que hay que conseguir o defender. El silencio, en cambio, es el acallamiento de ese murmullo, un estado de apertura y de agradecimiento ante una Presencia que está permanentemente en todo y a la que se llega por medio de la autopresencia”.
El desaforado activismo en que nos desenvolvemos dificulta este resonador silencio. Antonio García Rubio, en su libro Perlas en el desierto, ofrece esta crítica descripción:
“El hombre actual es decepcionante, es poderoso, pero débil; compacto, pero fragmentado; sonriente, pero de tristes ojos; comilón, pero desnutrido en su interior; rico, pero inmerso en infinitas pobrezas; sano, pero atrapado en hábitos negativos; seguro de sí, pero sin palabras que cautiven; líder, pero amedrentado por la decepción y las contrariedades; prepotente, pero quebradizo; capaz, pero estancado; solidario, pero encerrado en burbujas; sin Dios, pero atado a muchos ídolos; libre, pero desconfiado; anhelante del bien, pero sometido a la corrupción”.
¿Acallo mi ego?