No fueron las palabras sino el tono lo que me heló la sangre cuando escuché: Viejo... ya.
Mi negra, quien ya había cumplido los nueve meses de embarazo, sonaba adolorida, temerosa, incluso hasta apenada.
Era más de las 10 de la noche, Culiacán, en el barrio El Palmito, 1970.
Me levanté a como pude de la cama, me puse un pantalón en chinga y los primeros zapatos que hallé.
Mi gorda estaba por reventar, nunca la había visto así, peor que cuando nació nuestra primera hija.
Tomé desesperado las llaves, esta vez me imprimí más fuerza a mi pulgar para no jalar demás la vieja puerta de la camioneta que me prestaban en el taller.
Regresé por la negra y le ayudé a subir en el lugar del copiloto que aguardaba abierto. Hacía algo de frío, el parabrisas estaba empañado y encima del capacete había brisa suficiente para salpicar.
Metí la llave y la giré mientras presionaba el clutch y castigaba el acelerador.
Chin chin chin chin chin... nada. El motor no encendía.
“Debe estar frío, vieja, no te preocupes. Ahorita nos vamos”, le dije.
Apretada, mi negra solo respiraba hondo y dejaba escapar unos ayes con mucho trabajo.
Chin chin chin chin chin... perro madre.
“Ya no aguanto, viejo. Me duele mucho”, gritó mi mujer.
Yo no había querido entrar en pánico, pero la pinche camioneta del taller no iba a encender rápido, ya sabía cómo se ponía.
El pedo es que a esta hora y en esta zona, el minibús ya no pasaba al centro de Culiacán.
Pero pues ni modo y que mi esposa para aquí en la calle.
La tomé de un brazo, la bajé de la camioneta y nos encaminamos a la esquina, a la calle donde había más tráfico de la zona.
“Aguántate poquito, vieja. Ahorita pasa un taxi y nos vamos”, le dije.
Mi plan no estaba tan descabellado, los taxis a veces pasaban por aquí para venir a dejar gente desde el centro a esa zona de la ciudad. Yo necesito uno de esos aventureros que venían desde lejos, a conocer estos lugares tan lejanos y que además tuviera suerte, porque traía para pagar el taxi y dar una propina.
No era para menos, mi segundo hijo estaba por nacer y tenía todo listo, le pagaría al doctor Pérez Núñez en su clínica particular para que mi esposa se aliviara ahí y no tener que andar batallando en el Seguro Social.
Pasaron algunos minutos y la negra ya no aguantaba. Se quejaba cada vez más seguido y se tomaba la panza voluminosa. Ya se quedaba encorvada, para no tener que agacharse para cuando viniera la próxima contracción.
Pasó un carro de sitio y no se detuvo, iba en chinga, porque apenas y pude darme cuenta de los colores bajo el amarillo de la lámpara de vapor de sodio.
Luego pasaron otros dos o tres automóviles más.
Comenzaba a caer en el desespero cuando vi que se acercaba un auto a toda velocidad.
Un charger, de esos años, lo pude reconocer desde la forma y el tiro de los faros.
Brrummmmm, sonaba bonito con el acelerador al fondo.
Por un momento me olvidé de todo lo que estaba pasando cuando la luz de los faros me alcanzó y me encandiló. Arrugué la cara, cerré los ojos y por inercia di un paso para atrás, y en movimento natural de proteger a mi mujer, me puse delante de ella e intenté abrazarla detrás mío.
Schrreeeeeeecch, chilló el asfalto unos metros adelante de nosotros. Vi que el auto comenzó a dar reversa y se detuvo justo para que mi rostro viera por la ventana del piloto.
¿Qué pasó, mi chino?, ¿qué andas haciendo aquí, loco?, me preguntó.
El Marquitos era un camarada mío y de mi compadre Carlos; nos lo hallábamos en todos lados, le gustaba mucho la cerveza y andar en cantinas, cotorreando con morritas.
Siempre vestía bien, traía esclavas y cadenas de oro. Hay veces hasta lentes oscuros aunque no se necesitaran.
Era policía judicial, pero su gran secreto es que también jugaba en el lado oscuro, y era común que se aventara jales, algún asalto, algún robo, porque tenía acceso a las armas y a cierta información.
Siempre andaba junto con el Magaña, otro compañero de él, también policía judicial activo, muy serio, pero muy leal.
Marquitos, pese a que decían que era alguien peligroso, nunca se portó ni agresivo ni cagazón con nosotros. Y era alguien que no se andaba con mucha faramalla.
Una vez fuimos a visitar a un joven peleador de boxeo que entrenaba en un gimnasio que don Silvio García tenía por la Colonia Jorge Almada, porque tenía una pelea próxima y fuimos a darle ánimo.
Estábamos yo y mi compadre, cuando llegó Marquitos y me dijo: Mi chino, ese cabrón no sirve para nada.
Y lo dijo enfrente del boxeador, que se picó.
“No, cabrón, ¿cómo dices eso?, dije para intentar detener lo que se venía.
“Pues si no sirvo para nada, súbete”, respondió el joven.
En ese momento, el muchacho tendría unos 20 años, y Marquitos algunos 32 años.
“Súbete, si te animas”, le gritó don Silvio.
“Órale”, dijo Marquitos, mientras se quitaba la camiseta y las botas, “para que veas que no sirves para nada, cabrón”.
La pelea no duró ni un round y Marquitos le reventó el hocico, le hizo sangrar la nariz y un pequeño corte en la ceja.
“Ya estuvo bueno”, gritó don Silvio y todos hicieron caso.
Pues ese Marquitos, no quiso que le diera más explicaciones cuando aceleró para que mi negra llegara al hospital.
Fue cuestión de minutos para atravesar la ciudad hasta la Colonia Ejidal.
Llegamos, ayudé a bajar a mi esposa y cuando iba para dentro de la clínica, Marquitos me echó grito.
¿Hey, mi chingón, cómo andas de lana?, me preguntó.
“Ahí más o menos, tengo todo cubierto”, le dije.
“Magaña... saca”, ordenó.
Y el ayudante, muy serio, tomó una bolsa de lona que traían en la parte de atrás, tiró el sujetador y sacó una paca con decenas de billetes de 50 pesos.
¿No, pero yo pa qué quiero esto?, le dije, un poco temeroso.
“Para que se aliviane, compa. Ahí nos vemos”, dijo y salió quemando llanta.
A los días, me tocó leer en el periódico que habían asaltado una arrocera que se ubicaba por La 20, yendo a Villa Juárez.
Meses después, yo y mi compadre nos encontramos al Marquitos en el bar La Llave.
“Oye loco, qué paro me hiciste”, le dije, acordándome del raite y de la lana.
“Pues tú también, me hicieron un paro a mí”, me respondió.
“¿Pero yo por qué?”, le dije confuso.
“Porque me estaban pisando los talones. Ellos ya venían a matarnos. Yo creo que se detuvieron por ustedes”, me explicó.
Ese día me regaló una bala de cuerno de chivo, era algo que yo nunca había visto. La guardé de recuerdo.
Pocos años después supe que mataron al Magaña; otros años después al Marquitos lo acribillaron muy cerca de donde me recogió a mí y a mi esposa.